El corazón de Marcus latía con fuerza mientras avanzaba por los pantanos de Fenwood, llamando a Luna a pleno pulmón. Cada enredadera y cada árbol parecían devorar sus palabras, convirtiéndolas en ecos inquietantes. Sin embargo, se negaba a ceder, y su desesperación aumentaba a cada minuto que pasaba.

Los lugareños le habían advertido de que estos pantanos estaban plagados de sumideros ocultos y depredadores al acecho, donde un solo paso en falso podía significar la perdición. Ahora, todas las advertencias se agolpaban en su mente, amplificando el miedo que sentía. Perder a Luna aquí era impensable, pero las probabilidades eran inquietantes.

Aguzando el oído en busca de cualquier señal de su familiar gemido, Marcus se adentró en el pantano, guiado únicamente por una vacilante esperanza. Cada nudosa raíz de árbol y cada camino lleno de barro ponían a prueba su determinación. Con las sombras acercándose, juró que ningún peligro le impediría encontrar a su amada compañera.

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Marcus era un fotógrafo itinerante de la vida salvaje, siempre en busca de nuevos horizontes. Su cámara había capturado ventiscas árticas, sabanas africanas y brumosas selvas australianas. Sin embargo, los humedales de Fenwood llevaban años en su lista de deseos, atrayéndole con sus rumoreadas maravillas y misterios ocultos.

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Marcus había anhelado explorar los humedales de Fenwood desde que tenía memoria, pero el destino siempre parecía interferir en el último momento. Asignaciones inesperadas, compromisos familiares apremiantes y finanzas menguantes conspiraban una y otra vez contra él. Finalmente, se abrió un hueco de diez días en su agenda, que le prometía una aventura de ensueño sin interrupciones.

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Debería haberse sentido eufórico, pero una nueva preocupación invadió su mente: Luna, la perrita callejera que había rescatado unos días antes. La había descubierto sola al anochecer, acurrucada junto a una carretera desierta, con el pelaje sucio y el cuerpo tembloroso. Al instante, sus miradas se cruzaron y su determinación de protegerla se afianzó.

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Durante los días siguientes, la curó con esmero, la alimentó con comida caliente y la tranquilizó con dulzura. Aunque al principio se mostraba recelosa, Luna no tardó en mover su colita cada vez que Marcus se acercaba, y su confianza aumentaba con cada nuevo amanecer. El simple hecho de consolarla despertó una poderosa devoción en su corazón.

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Lo que más le sorprendió fue lo rápido que Luna transformó el ambiente de su casa. Su nariz curiosa se asomaba a todos los rincones y sus patas desaliñadas golpeaban el suelo mientras le seguía a todas partes. Cada vez que hacía una pausa para escribir o preparar su viaje, ella se acurrucaba más cerca, ansiando su presencia.

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Dejarla atrás durante la expedición a los humedales se convirtió en un pensamiento imposible. Cada vez que Marcus la imaginaba sola en una estrecha perrera o con un extraño, sentía una punzada de culpabilidad. Ya podía ver los ojos grandes y preocupados de Luna, y ningún argumento racional podía alejar esa imagen.

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Así que, a pesar de las advertencias sobre el terreno accidentado de la región, el clima impredecible y los depredadores al acecho, decidió llevarla. Pensó que una planificación cuidadosa -un arnés resistente, provisiones adicionales y caminatas más cortas- les ayudaría a mantenerse a salvo. Pero, en realidad, no podía soportar la idea de separarse de ella.

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La mañana de su partida, un torbellino de emociones invadió a Marcus. La emoción por un viaje tan esperado se mezclaba con una preocupación subyacente por Luna. Aunque parecía enérgica y curiosa, sabía que las tierras húmedas pondrían a prueba sus límites. Aun así, creía que su creciente vínculo les guiaría a través de cualquier desafío.

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Juntos, finalmente pisaron la extensión pantanosa de Fenwood, con los sentidos vivos por el canto de los pájaros distantes y el remolino de niebla sobre las aguas tranquilas. Luna movió la cola con inseguridad, pero se pegó a la pierna de Marcus. En ese momento, cualquier duda persistente se desvaneció: se dio cuenta de que se enfrentarían a estos salvajes desconocidos codo con codo.

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Los humedales de Fenwood recibieron a Marcus y Luna con una calidez húmeda, cada respiración espesa con la presencia del pantano. Árboles centenarios se alzaban sobre sus cabezas, barbas musgosas flotando como fantasmas. Los altos juncos susurraban suavemente, insinuando vida oculta. Marcus se sintió sobrecogido, con la cámara preparada para cualquier cosa que acechara en las sombras.

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Esperaba pasar un día tranquilo capturando aves raras o vislumbrando tímidos ciervos de los pantanos. Mientras tanto, Luna correteaba de un lado a otro, moviendo la nariz ante cualquier aroma terroso. Marcus creía que el mayor desafío sería recorrer los senderos embarrados.

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Unos instantes después, oyó el eco de voces excitadas entre los juncos. Un grupo de turistas estaba en un malecón elevado, lanzando trozos de comida a una hilera de mapaches encaramados como estatuas. Con paso cauteloso, Marcus se acercó, picado por la curiosidad. Luna, siempre ansiosa, se adelantó.

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Los mapaches parecían no inmutarse ante la presencia humana, con sus ojos brillantes y agudos y sus pequeñas patas diestras. Uno incluso se aferró a un trozo de pan como si fuera un preciado trofeo. Las risas y los disparos de las cámaras se mezclaron en el aire, captando el momento surrealista de la vida salvaje mezclada con la civilización.

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Un atrevido mapache se acercó, olfateó la mochila de una joven y le arrebató las gafas de sol de un bolsillo lateral. Los espectadores lanzaron exclamaciones de asombro y diversión. El ladronzuelo salió corriendo, se encaramó a un tronco caído y guardó su botín como si fuera un tesoro recién descubierto.

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Estallaron las risas y los teléfonos se dispararon para grabar el espectáculo. Uno a uno, más mapaches se acercaron, envalentonados por los gestos amistosos de los turistas. Bocadillos como galletas saladas y patatas fritas se desvanecieron en sus diminutas patas, mientras chillidos de deleite ondulaban entre la multitud. Marcus no pudo resistir una sonrisa mientras sacaba más fotos.

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En medio de la conmoción, un mapache trepó alrededor de una joven pareja, empujando su cesta de picnic con sorprendente audacia. La pareja se rió y dejó que olisqueara sus bocadillos sin abrir. Mientras tanto, un niño pequeño se reía mientras otro bandido peludo intentaba tirar de los cordones de los zapatos, curioso por los colores brillantes y los pies en movimiento.

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Marcus, cautivado, siguió documentando cada momento de juego. Captó imágenes de mapaches que se aferraban a las barandillas, rebuscaban entre las migas que se les caían e incluso se subían a los bancos para obtener mejores vistas. Parecía un cuadro extrañamente armonioso -turistas cautivados por la fauna, fauna cautivada por los aperitivos- hasta que se dio cuenta de que Luna no estaba a la vista.

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Al principio supuso que estaba persiguiendo insectos por la orilla. Hizo otra foto, escudriñando a la multitud en busca de su familiar cola. Pero el inconfundible destello de pelaje dorado no apareció entre los mapaches y la gente. Una punzada de preocupación le oprimió el pecho.

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Marcus bajó la cámara, con el corazón latiéndole más deprisa. La llamó por su nombre una vez, luego dos, con la voz tragada por el zumbido de la humedad. Los turistas seguían absortos engatusando a los mapaches para que se acercaran. Se alejó del espectáculo y se aventuró por un trozo de tierra húmeda, buscando con la mirada las huellas de pequeñas patas.

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Se le aceleró el pulso cuando vio huellas frescas en un trozo de barro. Pero al examinarlas más de cerca, se dio cuenta de que pertenecían a los visitantes enmascarados. Las huellas de mapache se agolpaban en la tierra, sin dejar rastro de Luna. La ansiedad se disparó y se arrepintió de haberla dejado vagar libremente por un territorio tan impredecible.

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Abriéndose paso entre la multitud, preguntó a los curiosos, y todos se encogieron de hombros amablemente o señalaron vagamente en varias direcciones. Nadie se había dado cuenta de que un cachorro se había extraviado. Los mapaches habían captado la atención de todos. Con temor creciente, Marcus se abrió paso entre los densos juncos, pronunciando el nombre de Luna con sílabas medidas y forzadas.

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Cada eco parecía burlarse de él, rebotando entre los troncos de los cipreses. Los transeúntes seguían alimentando a los mapaches, ajenos a su terror. El sudor le resbalaba por la sien mientras obligaba a sus temblorosas piernas a moverse. Luna había desaparecido y cada segundo parecía crucial. Se preparó para una búsqueda frenética y juró encontrarla.

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De repente, el movimiento onduló a lo largo de la orilla del agua. Un mapache solitario pasó corriendo, con algo retorciéndose entre sus pequeñas patas delanteras. Marcus sintió un nudo en la garganta al reconocer la pequeña figura de Luna, que agitaba las piernas con desesperación. No entendía por qué un mapache se llevaba a un cachorro. Sin embargo, la visión lo paralizó de horror.

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Luna colgaba indefensa y a Marcus se le agarrotó el pecho de miedo. Los mapaches no eran conocidos por cazar perros, pero aquí estaba la prueba de alguna aterradora excepción. No había tiempo para pensar; la adrenalina impulsaba a Marcus hacia delante. Chocó contra los juncos, el barro le chupaba las botas y el terror le recorría los nervios.

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El mapache corría con una agilidad asombrosa, zigzagueando entre troncos musgosos y raíces sumergidas. Los gritos frenéticos de Marcus llamando a Luna no obtuvieron respuesta. La confusión lo abrumaba y sus pensamientos daban vueltas en círculos. ¿Tenía hambre el mapache o se trataba de algo más extraño? Dejó a un lado estas preguntas y se centró únicamente en el rescate de Luna.

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Los sinuosos senderos de Fenwood parecían decididos a derrotarlo, enredándose unos con otros hasta que todas las direcciones parecían iguales. Dos veces tropezó y estuvo a punto de caer de cabeza en agua estancada. Sin embargo, el mapache permanecía fuera de su alcance, su camino inquietantemente resuelto. Marcus siguió adelante, impulsado por el pánico y la devoción a Luna.

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De repente, el mapache desapareció detrás de un matorral. Marcus se detuvo, jadeante. Recorrió la zona, pero sólo vislumbró un estrecho sendero que se adentraba en unos oscuros cipreses. Con el miedo royéndole las entrañas, lo siguió. El musgo colgante y los viejos troncos exudaban una amenaza silenciosa, como si guardaran secretos peligrosos.

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Se adentró más, con el corazón atronador. Más adelante, el mapache reapareció. Estaba cerca de una cabaña elevada y destartalada que se elevaba sobre el agua negra. La estructura parecía abandonada, con las vigas medio podridas colgando bajo las enredaderas. Marcus se acercó sigilosamente, convencido de que Luna estaba dentro, y su temor se intensificó en el silencio expectante del pantano.

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Cada vez era más extraño. Más mapaches salieron de entre la maleza, todos ellos con extrañas baratijas en las manos: gafas de sol, teléfonos, objetos brillantes. Subieron por una rampa desvencijada hasta la cabaña. La mente de Marcus daba vueltas. ¿Por qué acumulaban estos mapaches pertenencias robadas? Las alarmas sonaron en su cabeza. Esto apestaba a algo orquestado, no a mera curiosidad animal.

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Los pensamientos acelerados de Marcus se concentraron en una posibilidad: la participación humana. ¿Podría alguien estar entrenando a mapaches para robar a visitantes desprevenidos? En su imaginación revolotearon leyendas de redes ilícitas de contrabando. Se preparó y se acercó sigilosamente, con todos sus sentidos alerta ante la presencia de hombres peligrosos acechando entre los silenciosos árboles.

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Al asomarse por un hueco en la pared de la cabaña, su corazón dio un vuelco. Unas figuras se movían en el interior, sombras proyectadas por un farol parpadeante. Los mapaches depositaban su botín a los pies de los humanos. La piel de Marcus se erizó ante la funesta coreografía que se desarrollaba. Esos mapaches se habían llevado a Luna, pero ¿bajo las órdenes de quién?

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Se dio cuenta de que cargar contra ellos era arriesgado, pero Luna estaba en algún lugar, aterrorizada y sola. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza: si se enfrentaba a los criminales, ¿le superarían en número y sólo iría armado con la desesperación? Finalmente, la adrenalina y el amor por Luna eclipsaron el miedo. Se acercó a la pared en busca de un punto de observación.

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Divisó una hilera de jaulas en el extremo opuesto de la cabaña, repletas de objetos robados. Los mapaches rebuscaban entre los objetos, seleccionando brillantes trofeos. Entonces, aislada cerca de la esquina, vio una jaula más pequeña. Incluso en la penumbra, reconoció la forma temblorosa de su cachorro atrapado entre barrotes oxidados. Se le retorcieron las tripas.

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La alegría de que Luna estuviera viva chocaba con el terror de su cautiverio. La rabia se encendió en lo más profundo del pecho de Marcus. Tenía que liberarla. Tres delincuentes clasificaron montones de relojes, carteras y cámaras. Mientras tanto, los mapaches se escabullían en una rutina bien ensayada, cada movimiento practicado, cada éxito recompensado.

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La sombría sospecha de Marcus era cierta: estos mapaches habían sido coaccionados o adiestrados para robar. Los delincuentes se aprovechaban de su destreza, convirtiendo a los forrajeadores naturales en peones de una lucrativa red de robo. Luna no era más que una captura accidental, confundida con algún objeto intrigante. Marcus se comprometió a sacarla de allí con astucia, si era necesario.

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Al buscar salidas, Marcus se fijó en la precariedad de la cabaña, que se apoyaba en unos postes débiles. Una puerta daba a una pasarela resbaladiza. Otra parte estaba oculta tras cajas. Sacó su teléfono para llamar a las autoridades, pero no encontró señal. Típico en humedales remotos. Furioso, planeó un intento de rescate silencioso.

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Salió y descubrió un trozo de pared podrida. Con cuidado, levantó las tablas sueltas y cada crujido le causó pánico. Finalmente, abrió un hueco lo bastante grande para colarse. La oscuridad le envolvió. La choza olía a moho, a agua estancada y al agudo sabor del miedo.

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Se arrastró detrás de las cajas apiladas, con los ojos puestos en la jaula de Luna, al otro lado de la habitación. Los criminales estaban absortos clasificando su botín, refunfuñando por la humedad. Los mapaches parloteaban en voz baja. Marcus sentía cada latido de su corazón palpitar en sus oídos y la tensión se acumulaba en sus músculos. Un ruido por descuido podría descubrirle.

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Los mapaches, impredeciblemente curiosos, planteaban otro desafío. Cualquier movimiento repentino podría asustarlos y alertar a los humanos. Marcus esperó su momento, buscando una distracción. Vio un farol cerca de trapos aceitosos. Un fuego bien colocado podría crear la distracción que necesitaba, aunque conllevaba grandes riesgos.

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Se acercó al farol, nervioso. Los delincuentes discutían sobre su próximo botín, tirando a un lado los objetos menos valiosos. Los mapaches correteaban a su alrededor, rebuscando cualquier cosa metálica o reflectante. Marcus respiraba entrecortadamente. Agarró con fuerza la linterna, con cuidado de no alterar la llama antes de tiempo. Un descuido podría acabar con todo.

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Con meticulosa precisión, inclinó la linterna hacia los trapos aceitosos, encendiendo la llama. El humo ascendió mientras las chispas danzaban sobre la tela saturada. Las primeras volutas de trapo ardiendo señalaron su apuesta. Empujó el cubo para contener la llama, buscando el caos suficiente para distraerlos.

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Y funcionó. Los criminales siseaban alarmados, maldiciendo el humo repentino. Uno se lanzó a por una jarra de agua. Otro rebuscó cualquier cosa que pudiera aplacar las llamas. El tercero pateó los trapos humeantes con frustración. En aquel remolino de pánico, Marcus corrió hacia la jaula de Luna, con el corazón rugiéndole en los oídos.

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Los mapaches se alejaron chillando. Luna ladró cuando se acercó. Los dedos de Marcus tantearon el pestillo de la jaula, resbaladizos por el sudor. El tiempo se alargó agónicamente. Por fin, el pestillo se soltó y Luna salió disparada, con la cola golpeándole con frenético alivio. Marcus la estrechó contra sí, sintiendo su cuerpo tembloroso contra su pecho.

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Un grito de rabia resonó en la cabaña. Uno de los criminales lo había visto. A Marcus se le heló la sangre. “¡Alto!”, rugió el hombre, abalanzándose sobre él. Marcus se quedó inmóvil durante un instante, escudriñando la habitación. El humo se espesaba, el suelo gemía y los mapaches se lanzaban salvajemente. Su camino hacia la puerta estaba bloqueado.

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Un relámpago cayó sobre ellos y un trueno retumbó en la distancia. La lluvia golpeaba el techo de la cabaña. El fuego amenazaba con extinguirse bajo el diluvio, por lo que Marcus sólo dispuso de unos segundos antes de que se dieran cuenta del alcance de su treta. Con Luna agarrada a un brazo, buscó otra vía de escape.

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Vio una ventana tapiada cerca de cajas apiladas. Al esprintar, oyó los pasos del criminal chocar contra los tablones desgastados. Golpeó con el hombro contra los tablones y las astillas le rasparon la piel. Una mano carnosa le tiró de la camisa. Marcus se retorció y la tela hecha jirones se desgarró. Dio una patada, ganando una fracción de segundo de ventaja.

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Otro fuerte empujón astilló la ventana. La lluvia y el viento arremolinado entraron de golpe. Marcus salió a duras penas y se precipitó a un estrecho saliente sobre el pantano. Aterrizó con torpeza y el agua le salpicó los tobillos. Las maldiciones de los criminales resonaron tras él. Agarrado a Luna, se deslizó por el resbaladizo borde, con el pánico alimentando cada movimiento.

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Un mapache asustado se posó cerca, siseando. Marcus luchó por mantener el equilibrio, sin saber adónde ir. Los delincuentes saldrían en tropel en cualquier momento. Entonces, un relámpago le hizo ver una pequeña canoa amarrada al tronco de un ciprés. La esperanza se disparó. Si alcanzaba esa canoa, tendría una oportunidad de escapar.

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Ante el primer grito atronador, Marcus se quedó paralizado y retrocedió, alarmado. “¡Alto o disparamos!” Las palabras resonaron en el crepúsculo pantanoso y su amenaza hizo añicos su valor. Aunque el pulso le retumbaba en los oídos, algo en la rígida postura de los criminales le hizo dudar de que realmente llevaran armas de fuego.

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Agarró a Luna con más fuerza y su gemido de miedo alimentó su desesperación por escapar. Con cautela, se acercó a un estrecho sendero, mientras los juncos crujían a su alrededor como espectadores nerviosos. Los criminales avanzaban blandiendo amenazas. Respiraba entrecortadamente, pero se negaba a abandonar a su amado cachorro en manos de aquellos hombres.

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Emprendió una carrera frenética, con el barro succionando las botas de Marcus a cada paso. Luna se aferró a él, con los ojos muy abiertos. Los criminales gritaban maldiciones y agitaban los brazos salvajemente. Entonces, para su sorpresa, empezaron a pasar piedras en lugar de balas. Los terrones de tierra y la pizarra rota crujían en el aire.

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A Marcus le dolió el hombro cuando una piedra le rozó. Se tambaleó, con los brazos luchando por mantener el equilibrio. Otra piedra le pasó rozando la cabeza. Se dio cuenta de que sus amenazas de disparar habían sido un farol. Pero su desesperación y su agresividad parecían alarmantemente auténticas.

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Al tropezar con una raíz retorcida de ciprés, Marcus cayó de bruces al suelo pantanoso. Perdió el agarre de Luna, que se zafó de él con un aullido asustado. El barro le salpicó los ojos, cegándole momentáneamente. El mundo se convirtió en un giro nauseabundo de sombras y miedo.

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Cuando se limpió el barro, uno de los criminales se había acercado. Con los pulmones ardiendo, Marcus intentó recuperar a Luna, pero el hombre fue más rápido. Un brazo áspero agarró a la cachorrita y sus gemidos frenéticos atravesaron la caótica noche. La rabia y el terror estallaron en su interior.

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El delincuente se abalanzó sobre la pierna de Marcus y le rodeó el tobillo con los dedos. La adrenalina se disparó y el pánico recorrió el cuerpo de Marcus. Dio una violenta patada y el zapato se zafó del agarre del hombre. Con el corazón en la garganta, se apartó, luchando contra la atracción del pantano, y emprendió una carrera desesperada.

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Todo estaba borroso en la penumbra, los juncos le azotaban la cara. Marcus corrió hasta que le ardió el pecho y respiró con dificultad. Su mente daba vueltas: había dejado atrás a Luna con esos despiadados desconocidos. Pero sabía, con escalofriante certeza, que si no traía ayuda, ninguno de los dos tendría ninguna posibilidad.

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Por fin, tropezó con una carretera de servicio de grava áspera, iluminada sólo por un débil resplandor lunar. Sus pulmones pedían aire a gritos, pero siguió adelante. Si se detenía, el miedo lo consumiría. Si se rendía, Luna seguiría en las garras de gente que no se preocupaba por ella.

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El cielo nocturno se abrió sobre él y unos débiles faros aparecieron a lo lejos. Hizo un gesto frenético con la mano, arriesgándose a que pudiera tratarse de otra amenaza. Se sintió aliviado cuando una camioneta destartalada se acercó y dejó ver a un hombre curtido con botas de agua embarradas. El conductor bajó la ventanilla y arrugó los ojos, preocupado.

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Marcus le contó su historia a trompicones: delincuentes ocultos, robos de mapaches y, sobre todo, su cachorro robado. El hombre se presentó como el señor Thompson, frunciendo las cejas ante cada detalle alarmante. Sin vacilar, hizo un gesto a Marcus para que subiera al asiento del copiloto.

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Recorrieron una carretera sinuosa hasta que apareció la tienda de cebos del señor Thompson, cuyo letrero de madera se mecía con la brisa húmeda. Dentro, las paredes maltrechas y el olor a salmuera daban a Marcus una sensación de refugio arenoso. El Sr. Thompson le entregó un teléfono y le instó a llamar inmediatamente a la policía.

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Al principio, los operadores se mostraron escépticos, pero la voz de Marcus sonaba desesperada. Insistió en la violencia de los delincuentes, en el perro robado y en el elaborado plan de los mapaches. Finalmente, accedieron a enviar un equipo. El Sr. Thompson observó los moratones de los brazos de Marcus y murmuró que la ayuda estaba en camino.

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Todavía empapado de barro, Marcus esperó en un tenso silencio. Su cuerpo palpitaba, pero sus pensamientos no se apartaban de Luna. Los minutos se hicieron horas hasta que llegaron un par de coches de policía. Sus luces intermitentes atravesaban la penumbra pantanosa, una promesa de orden en una noche sin ley.

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Les contó a los agentes todos y cada uno de los angustiosos detalles. Intercambiaron miradas inseguras, reconociendo lo extravagante que sonaba la historia. En cualquier caso, no perdieron tiempo en organizar un pequeño grupo especial. Armas en ristre, subieron a dos lanchas neumáticas prestadas por la tienda del señor Thompson y se dispusieron a seguir las instrucciones de Marcus.

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El corazón de Marcus galopaba con renovada urgencia. Los guió a través de canales laberínticos, troncos medio sumergidos y macizos de cipreses silenciosos. En su mente se repitieron los recuerdos de aquella horrible persecución: El aullido de Luna, el agarre del criminal, la descarga de piedras. Cada recuerdo avivaba su determinación de salvarla.

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Cuando se acercaron a la cabaña de los criminales, unas pisadas fuertes y un parloteo frenético resonaron en el agua. Al divisar las siluetas que se agitaban en la oscuridad, la policía apagó los motores y encendió los haces de luz. Los delincuentes, que probablemente sospechaban que Marcus había alertado a las fuerzas del orden, parecían estar empaquetando apresuradamente provisiones en una maltrecha embarcación.

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Las luces inundaron la desvencijada plataforma, revelando a unos ladrones con los ojos muy abiertos que agarraban bolsas y objetos robados. Un policía les gritó que se detuvieran, con la mano sobre la funda. Los delincuentes se detuvieron, buscando una salida. En aquella tensa quietud, la mirada de Marcus se desvió entre ellos, desesperado por encontrar a Luna.

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De repente, una forma diminuta se abrió paso entre el caos. Luna atravesó las tablas desiguales con los ojos clavados en Marcus. El alivio se apoderó de él, casi sacándole el aire de los pulmones. “¡Luna!”, gritó, extendiendo los brazos temblorosos. Sus patas llenas de barro patinaron sobre el tablón y se abalanzó sobre él.

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Detrás de ellos se desató el caos cuando los agentes abordaron a dos delincuentes y otro intentó zambullirse en el agua pantanosa. Gritos, salpicaduras y maldiciones llenaron la sofocante noche. Marcus apretó la frente contra la de Luna, con lágrimas ardiendo en los ojos. No había palabras para expresar la gratitud que le embargaba en aquel momento.

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La operación concluyó rápidamente una vez que llegaron los refuerzos, los ladrones acorralados y esposados. Las pruebas -un alijo de objetos robados, cajas preparadas para el transporte- confirmaron la existencia de una red criminal más amplia. Marcus observó las detenciones con el corazón palpitante, agarrando a Luna como si fuera a desvanecerse. Casi la había perdido una vez.

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Cuando se llevaron al último sospechoso, un agente hizo señas a Marcus para que se acercara. Elogiaron su valentía y se disculparon por sus dudas iniciales. El Sr. Thompson desembarcó, sacudiendo la cabeza por la confusión de la noche. Con una sonrisa curtida, palmeó la espalda de Marcus y les dio la bienvenida a un lugar seguro.

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Después, los paramédicos examinaron a Marcus en busca de contusiones y rasguños leves. Luna, ilesa más allá de unas cuantas huellas de barro, le lamió la cara. Se aferró a ella para protegerla y juró no volver a dejar que se alejara demasiado. La sensación de alivio le recorrió por dentro, aliviando la tensión que había anudado su cuerpo.

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Las luces de la policía se abrieron en abanico sobre los humedales, revelando detalles de la operación oculta de los delincuentes. Los mapaches se posaban en los árboles, observando con recelo. Los ladrones habían aprovechado la destreza de aquellos animales para robar, pero ahora su red se había hecho añicos. Marcus inhaló el aire del pantano, pesado y liberador a partes iguales.

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Cuando amaneció en el horizonte de Fenwood, el pequeño grupo emprendió el camino de regreso. Marcus cargó a Luna en el camión del señor Thompson, la cachorra exhausta pero a salvo. Durante el trayecto, pasaron junto a juncos iluminados por el sol y aguas inmóviles, que parecían aparentemente tranquilas después del caos de la noche.

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Finalmente, Marcus se detuvo a las afueras de los humedales, con el corazón palpitándole más por el alivio que por el miedo. Los agentes le agradecieron su colaboración y prometieron mantenerse en contacto. El Sr. Thompson les dio una cálida despedida, una breve inclinación de cabeza que decía mucho del respeto forjado a través de la adversidad.

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Al subir a su propio vehículo, Marcus tumbó a Luna sobre una toalla suave y le acarició las orejas con delicadeza. Ella la miró con ojos aún llenos de asombro y confianza. Con las pruebas de la noche grabadas en su memoria, se dio cuenta de que, a partir de ahora, nunca volvería a dejarla desprotegida.

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Condujeron de vuelta a casa por sinuosas carreteras secundarias, con la luz de la mañana proyectando suaves rayos a través de los árboles. El peso de la oscuridad del pantano desapareció de su pecho, sustituido por una renovada convicción. Marcus miró a Luna, pensando en su lealtad inquebrantable. Había estado a punto de perderla, y ésa era una lección que nunca olvidaría.

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En el tramo final del viaje se sintieron tranquilos, como si el mundo les concediera un respiro. Marcus sonrió suavemente, recordando cómo el espíritu inquebrantable de Luna reflejaba el suyo. Juntos se habían enfrentado al peligro y habían sobrevivido. Ahora era el momento de construir un futuro en el que la pequeña cachorra nunca se quedara atrás.

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Cuando llegaron a la entrada de su casa, un cálido sol bañaba el coche. Marcus llevó a Luna al interior, guiándose por visiones de una vida más tranquila. La vigilaría más de cerca, reforzaría su vínculo y apreciaría la confianza que veía en sus ojos cada día. Un final feliz, ganado a pulso pero atesorado.

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