A Amara se le aceleró el pulso cuando la repentina conmoción se apoderó del grupo. El elefante había aparecido de la nada y su estruendo dispersó a los turistas como hojas en una tormenta. La gente gritaba y se alejaba del camino en todas direcciones, sin apenas mirar atrás mientras la enorme criatura se abalanzaba sobre ellos.
Helada, Amara se apretó contra el árbol, demasiado aterrorizada para respirar. Los turistas habían huido sin pensárselo dos veces, dejándola sola frente a la bestia. Lentamente, el elefante dirigió su atención hacia ella y su poderosa trompa se acercó a su hombro. La mente de Amara le gritaba que corriera, pero sus piernas no le obedecían.
Para su asombro, el elefante le dio un codazo en la mano con una suavidad sorprendente. Sus ojos se encontraron con los suyos como si la instaran a comprender. Con un aleteo de orejas y un empujón silencioso, se dio cuenta de que el elefante quería que la siguiera y, a pesar de todo, dio sus primeros pasos vacilantes hacia lo desconocido.
Amara se registró en el tranquilo complejo situado en el límite de la selva, con la emoción a flor de piel al pensar en la aventura que le esperaba. Había venido aquí para experimentar la naturaleza como nunca antes, para adentrarse en un mundo que sólo había visto en documentales y sobre el que sólo había leído en guías de viaje.

El safari por la selva era la forma más segura de acercarse a la naturaleza y ver a los animales en su hábitat natural. Se apuntó a la excursión y se dejó llevar por el sueño, ansiosa por lo que le depararía la mañana.
El amanecer trajo una suave luz ámbar sobre los árboles mientras Amara se preparaba para el viaje. Cuando llegó al punto de encuentro, ya había algunos turistas reunidos, murmurando. Un escabroso jeep estaba aparcado cerca y su guía, un hombre tranquilo con ojos que parecían conocer todos los secretos del bosque, los saludó con una inclinación de cabeza.

El grupo subió al jeep y Amara sintió una oleada de energía en el aire mientras se ponían en marcha, el zumbido del motor se mezclaba con los sonidos de la selva que despertaba a su alrededor. A medida que el jeep se adentraba en la densa selva, los sentidos de Amara se agudizaban con cada bache y cada curva.
Respiró hondo, percibiendo los aromas terrosos y el susurro ocasional de criaturas invisibles entre la maleza. Su guía le señalaba un destello de plumas vibrantes por aquí, un ciervo cauteloso que se asomaba entre las hojas por allá, y cada avistamiento la dejaba asombrada de la belleza indómita que los rodeaba.

Esta era la escapada que esperaba: un mundo lleno de imágenes y sonidos, lejos del zumbido de la vida urbana. Pronto llegaron a un claro donde se animó al grupo a salir y observar. Amara miró a su alrededor, sintiendo la inmensidad del bosque que se extendía en todas direcciones.
El jeep, su único camino de vuelta a la civilización, esperaba mientras ellos se alejaban unos pasos, contemplando la majestuosidad de su entorno. Casi se olvidó de todo lo demás, perdida en la suave brisa y el susurro de las hojas, hasta que un extraño y bajo estruendo rompió la paz.

Al principio fue distante, casi como un trueno, pero se hizo más fuerte a cada segundo que pasaba. Amara se giró y abrió los ojos cuando un enorme elefante irrumpió entre los árboles, lanzando un trompetazo de alarma y cargando contra los turistas que se habían dispersado.
El grupo se sumió en el caos, la gente gritaba y tropezaba mientras huía. Pero cuando los demás desaparecieron entre la maleza, Amara se quedó clavada en su sitio, con la mirada clavada en la del elefante, que frenó y se centró exclusivamente en ella.

Su mente se agitó, atrapada entre una sensación de asombro y la conciencia de que no se trataba de un encuentro apacible y predecible. Todos sus instintos le decían que retrocediera, que siguiera el ejemplo de los turistas y huyera hacia los árboles. Pero la mirada del elefante, firme, casi implorante, la mantuvo en su sitio.
No se trataba simplemente de un animal asustado; parecía como si quisiera algo de ella. Intentaba guiar a alguien y, dado que Amara no había huido como los demás turistas, parecía haberse fijado en ella.

Sus dedos temblorosos rozaron el mango del pequeño cuchillo de acampada que llevaba en la mochila, un gesto que la hizo sentirse vulnerable y absurda a la vez. Contra una criatura tan enorme, aquella pequeña hoja era desesperadamente inadecuada.
Desde detrás de ella, los gritos frenéticos de los otros turistas atravesaron la quietud del bosque. “¡No lo hagas!”, gritó alguien con la voz teñida de miedo. “No es seguro ahí fuera” Amara giró la cabeza y vio a través de los árboles sus ojos abiertos y asustados.

El guía gritaba algo en su lengua materna, con voz frenética y gestos desesperados. Sólo unas pocas palabras le llegaron a través de la urgencia de su tono: “No vayáis… peligro”, pero el significado estaba claro.
El elefante se detuvo, giró ligeramente la cabeza como para escuchar, y sus ojos oscuros volvieron a mirar a Amara, transmitiendo un mensaje tácito: síguelo. Dio un paso adelante y pareció observarla atentamente, como si se asegurara de que la seguía. Amara se quedó sin aliento. No le quedaban opciones; huir le parecía absurdo.

Con una respiración profunda y temblorosa, dio el primer paso hacia delante, adentrándose en las sombras del bosque. Cada zancada los alejaba más del mundo que ella conocía. El denso follaje se cerraba a su alrededor, ensombreciendo el camino, pero el elefante se movía con determinación, guiándola por un camino que parecía demasiado directo para ser aleatorio.
Amara sentía punzadas en los nervios, y el aire estaba impregnado de los aromas de la tierra húmeda y el follaje. A cada paso que daba, se sentía más inmersa en lo desconocido, y sus temores anteriores se veían atenuados por una intensa curiosidad por saber adónde se dirigían y por qué aquel elefante la había buscado.

A medida que el bosque se hacía más denso, el aire se llenaba de sonidos extraños. Los insectos zumbaban en densas nubes, con un extraño ritmo. Las sombras se movían en el cielo y Amara vislumbraba fugazmente pájaros que planeaban entre las ramas.
De vez en cuando miraba a su espalda, con la esperanza de ver a algún otro turista o incluso al guía, pero no había nadie. Estaba completamente sola con aquel animal, su protector y captor a la vez.

Tras lo que parecieron horas de caminata, Amara notó que los latidos de su corazón se ralentizaban al compás del suave vaivén de las pisadas del elefante. El elefante se movía con determinación y paciencia, guiándola con una seguridad que ella no podía ignorar.
De repente, los árboles se abrieron para revelar un pequeño claro. Los ojos de Amara se abrieron de par en par al contemplar la escena: una tienda destartalada, andrajosa y desgastada, rodeada de cajas y trampas metálicas esparcidas. Se le encogió el corazón.

No era un campamento cualquiera: tenía el aspecto inconfundible y feo del escondite de un cazador furtivo. El aire se llenó de una tensión profunda y latente cuando se acercó un paso, incapaz de apartar los ojos de los feos restos de la interferencia humana. Cada parte de ella gritaba que se diera la vuelta y huyera, pero no podía, no con el elefante a su lado, inquebrantable.
La mirada de Amara se desvió de la tienda a una zona de sombra cerca del borde del claro. Se le cortó la respiración. Atada con una gruesa cuerda a una estaca en el suelo había una cría de elefante, su pequeña y temblorosa figura apenas visible en la penumbra. La cría tenía los ojos muy abiertos por el miedo, desesperada por liberarse.

Aquella visión rompió algo en su interior. Por eso el elefante la había traído aquí. Esta cría, vulnerable y aterrorizada, necesitaba ayuda, y ella era la única que podía ofrecérsela. Amara miró a la elefanta adulta que tenía a su lado y sus ojos empezaron a comprender. Era una madre y había buscado la ayuda de Amara de la única forma que sabía.
Respiró entrecortadamente y buscó a tientas en su bolsa. El cuchillo de camping se sentía frío e insustancial en su mano, pero era todo lo que tenía. Se arrodilló y escudriñó el suelo en busca de señales de movimiento en el campamento. Parecía vacío, pero los pelos de la nuca se le erizaron, advirtiéndole de que el peligro acechaba, oculto justo fuera de su vista.

Amara respiró hondo y se agachó para pasar la primera línea de maleza que ocultaba el escondite. Cada músculo estaba tenso, su corazón latía con fuerza mientras avanzaba sigilosamente, cada paso calculado para evitar las hojas secas y crepitantes que amenazaban con traicionarla.
Un poco más allá de su campo de visión, pudo oír unas voces débiles: una conversación en voz baja entre dos hombres, con un tono perezoso e inconsciente. Se apoyó contra el tronco de un árbol, escuchando mientras las palabras se acercaban y su mente buscaba un plan.

Lentamente, escudriñó el suelo y vio una piedra pequeña y lisa apoyada en una raíz cercana. Se agachó y la cogió; su peso frío le sirvió de apoyo y le recordó lo que estaba en juego. Conteniendo la respiración, se inclinó alrededor del árbol y arrojó la piedra hacia el otro extremo del campamento, con un leve golpe apenas más fuerte que un susurro.
Uno de los cazadores furtivos prestó atención y sus botas crujieron al girarse. “¿Has oído eso?”, murmuró, con un tono de sospecha. El otro hombre, que estaba medio dormido por el calor de la tarde, gruñó y se incorporó.

“Ve a comprobarlo”, dijo, con la voz irritada. El primer cazador puso los ojos en blanco, pero se acercó al ruido, dando a Amara la oportunidad que necesitaba. Mientras él se alejaba, ella apoyó la espalda contra el árbol y se escabulló en una zona sombría cerca de la base de un espeso arbusto.
El olor a tierra húmeda y hojas podridas le llegaba a la nariz, pero lo ignoró, con los ojos fijos en el camino. Uno de los cazadores furtivos había dejado su rifle apoyado en una caja a unos pasos de distancia. Si se movía con rapidez, podría esquivarlo. Pero cada segundo que se demoraba era un segundo de más.

Sus dedos apretaron el pequeño cuchillo, su única arma en un lugar donde no tenía nada que hacer. Se escabulló de los arbustos, utilizando las cajas y barriles más grandes como cobertura, zigzagueando entre ellos, con el corazón acelerado cada vez que su pie tocaba el suelo.
El más mínimo ruido podía delatarla y, a cada paso cuidadoso, sentía el peso del peligro presionándola, como si el propio aire contuviera la respiración. Justo cuando llegaba a la siguiente caja, una voz ladró detrás de ella.

“Eh, ¿adónde has ido?” El cazador furtivo que había comprobado el ruido regresaba, con sus pesadas botas haciendo crujir la tierra. Amara se quedó inmóvil, apoyada contra el lateral de la caja, rezando para que sus ropas oscuras se confundieran con las sombras y resultara invisible a la tenue luz que se filtraba a través del dosel.
Su mano temblaba alrededor del cuchillo, sabiendo que si él la veía ahora, no tendría ninguna oportunidad. El cazador furtivo se detuvo, su mirada barrió el campamento. Su corazón se aceleró con cada segundo que él se detenía, sus ojos pasaban a pocos centímetros por encima de su forma agazapada. “Ahí no hay nada”, murmuró para sí mismo, dándose la vuelta para reunirse con su compañero en la parte delantera del campamento.

Aprovechando la oportunidad, Amara exhaló suavemente y se dirigió rápidamente hacia la tienda donde estaba atada la cría de elefante. Se deslizó entre las cajas y las tiendas, haciéndose lo más pequeña posible. Su mente daba vueltas, pensando en cada movimiento, en cada ruido potencial.
Estaba tan cerca que podía ver los ojos grandes y asustados de la cría, su pequeño cuerpo acurrucado contra la estaca en el suelo. La visión no hizo más que endurecer su resolución, avivando su determinación de sacar a ambos de aquel lugar.

Se agachó y rozó con los dedos la tierra húmeda mientras se acercaba al ternero. La pobre criatura respiraba con rapidez y su pequeño tronco temblaba al sentir que se acercaba. Sabía que tenía que actuar con rapidez. En cualquier momento, los hombres podrían percatarse de su presencia, darse cuenta de que había desaparecido del grupo o, peor aún, descubrirla agazapada junto al indefenso ternero.
Cuando empezó a serrar con cuidado las cuerdas que ataban al ternero, un repentino crujido la dejó paralizada, con el cuchillo en el aire. Contuvo la respiración, con el corazón latiéndole con fuerza en los oídos, mientras escuchaba a uno de los cazadores furtivos refunfuñar en voz alta. “Llevamos aquí demasiado tiempo. Al jefe no le va a gustar que no nos movamos pronto”

Justo cuando Amara cortó la última hebra de cuerda, el ternero dejó escapar un gemido suave, casi aliviado. Puso una mano tranquilizadora en su costado tembloroso, con la esperanza de calmarlo lo suficiente como para que se alejaran juntos en silencio. Pero el joven elefante tenía otras ideas.
En cuanto apartó los ojos para observar el camino, el elefante arrancó a una velocidad sorprendente, adentrándose en el bosque. Un aullido de sorpresa escapó de sus labios cuando se dio la vuelta y vio cómo la pequeña figura de la cría desaparecía entre el denso follaje.

La carrera de pánico de la cría no pasó desapercibida. Unas voces sonaron detrás de ella, urgentes y agudas. “¿Has oído eso?”, ladró uno de los cazadores furtivos, alzando la voz con suspicacia. Unas pesadas pisadas golpeaban el suelo y se acercaban a su posición.
Antes de que Amara pudiera siquiera pensar en huir, unas manos ásperas la agarraron por los brazos y la pusieron en pie. Jadeó y se retorció, pero el agarre era firme. “Vaya, vaya… mira lo que tenemos aquí”, se burló uno de los hombres, con mirada dura y fría al ver su aspecto desaliñado.

El otro cazador furtivo, con la cara marcada por una cicatriz irregular, cogió su rifle y le apuntó directamente al pecho. “¿Qué se supone que tenemos que hacer con ella ahora?”, preguntó el de la cicatriz, con un brillo malvado en los ojos. “Sencillo” Su compañero sonrió, ajustando el arma.
“La atamos. Nos habremos ido antes de que la encuentren” Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Amara y su mente se aceleró en busca de una escapatoria. Se le hizo un nudo en la garganta y luchó por mantener una expresión firme, pero el pulso le latía con fuerza en los oídos, ahogando todo lo demás. No podían estar planeando..

Antes de que pudiera procesar su propio terror, un enorme estruendo sacudió el suelo bajo ellos. Los árboles temblaron y las expresiones de confianza de los cazadores furtivos vacilaron, moviendo la cabeza hacia el sonido. De entre la densa maleza surgió la elefanta madre, con las orejas bien abiertas y los ojos desorbitados por la furia.
Lanzó una trompeta ensordecedora que hizo saltar por los aires a los pájaros y congeló a los cazadores furtivos. “¿Pero qué…?”, balbuceó uno de los hombres, cuya voz apenas se oía por encima del feroz bramido del elefante. Pero no tuvo oportunidad de terminar. El elefante arremetió contra ellos con una fuerza imparable.

El pánico inundó los ojos de los cazadores furtivos, que se apresuraron a escapar, dejando caer sus armas al tropezar unos con otros en su frenética retirada. Amara aprovechó el caos y se zafó de sus garras. Corrió en dirección contraria, con el corazón latiéndole a la vez de miedo y de alivio.
No se detuvo hasta que llegó a un pequeño claro donde, para su asombro, la cría la esperaba de pie cerca del borde de los árboles. El ternero, al sentir la presencia de Amara, se apresuró a acercarse a ella y, con su pequeña trompa, la acarició con el hocico en señal de alivio.

Amara se acercó con cautela, con las piernas temblorosas. La atenta mirada del ternero se suavizó cuando Amara se acercó y sintió una oleada de gratitud. Miró por encima del hombro y vio cómo la madre elefante salía de entre los árboles para unirse a ellos. Juntos, los tres formaron una fila, y la firme presencia de la madre elefante ofreció a Amara una fugaz sensación de seguridad.
Amara caminó junto a los elefantes, con la emoción de su huida aún palpitando en sus venas. La jungla nunca se había sentido tan viva: cada susurro de las hojas, cada sombra parpadeante parecían contar una historia, llenándola de una extraña euforia que nunca antes había sentido.

Su respiración era acompasada y constante, mientras su corazón empezaba a ralentizarse, arrullado por el suave ritmo de la elefanta y su cría que caminaban a su lado. Miró a la elefanta, agradecida por su presencia tranquila y protectora. Si quería sobrevivir en la jungla, no podía pedir mejor compañía.
Pero un leve chasquido resonó por detrás, lo bastante agudo como para congelarla en su sitio. Los elefantes también se detuvieron, con las orejas aguzadas y los cuerpos tensos. Amara se giró justo cuando algo pasó zumbando a su lado, cortando el aire donde había estado su cabeza una fracción de segundo antes.

Su mente se quedó en blanco y sus instintos se apoderaron de ella, mientras su cuerpo descendía hacia el suelo. Sonó otro chasquido, inconfundible: un disparo. La madre elefante respondió al instante, su enorme figura pareció doblar su tamaño, sus orejas se abrieron de par en par y emitió un bramido que hizo temblar el suelo.
El elefante madre lanzó un grito profundo y estruendoso, guiando a Amara y a la cría hacia la cobertura de la maleza. Pero mientras se movían, Amara vio a dos figuras con rostros sombríos que se acercaban a su posición.

Sin embargo, se obligó a seguir avanzando, impulsada por la determinación que sentía irradiar de la elefanta madre. Empujó a través de la densa vegetación y sus pasos se alinearon con los de la cría a medida que se adentraban en el bosque.
Echó un vistazo por encima del hombro y vio a los dos cazadores furtivos acercándose, sus pasos cada vez más fuertes y sus rostros marcados por la furia. El corazón de Amara latía con fuerza, su respiración se entrecortaba en su garganta mientras forzaba las piernas para seguir el paso firme y decidido de la elefanta madre.

El bosque se extendía ante ella como un largo túnel verde, una mezcla de sombras y luz solar que parpadeaba en su camino, tiñéndolo todo de una neblina surrealista y onírica. Su visión se hizo un túnel, centrándose únicamente en el sendero que tenía ante ella.
De repente, la elefanta se detuvo y giró la cabeza para mirar a Amara y a la cría, instándolas a seguir adelante mientras se interponía entre ellas y los cazadores furtivos. Amara dudó, insegura de si quedarse cerca o seguir corriendo. Pero con un suave empujón de su trompa, la madre elefante empujó a Amara hacia delante, instándola a ella y a la cría a continuar sin ella.

La cría gimoteó suavemente pero la siguió obedientemente, guiando a Amara hacia el interior de los árboles. Avanzaron en silencio, con la mente de Amara acelerada mientras intentaba comprender su situación. Sentía la emoción primaria de la supervivencia, atenuada únicamente por el miedo que se apoderaba de cada uno de sus pensamientos.
Miró hacia atrás y vio que la elefanta seguía bloqueando el paso de los cazadores furtivos, y que su enorme figura era una barrera inquebrantable entre ellos y Amara. Pero incluso desde esta distancia, se dio cuenta de que no sería suficiente para contenerlos durante mucho tiempo.

Sus pasos llegaron a un claro, donde la luz del sol se colaba a través de las copas de los árboles y lo iluminaba todo. Su corazón dio un vuelco al ver una multitud reunida cerca del borde del claro: caras familiares, los turistas de su grupo y un grupo de guardabosques. El alivio la inundó, mezclado con una urgencia que la impulsó a seguir adelante.
“¡Por aquí!”, gritó una de las turistas, agitando los brazos al ver a Amara. Los guardabosques entraron inmediatamente en acción, reconociendo la tensa situación y moviéndose con rapidez para interceptar a los furtivos. Los dos hombres vacilaron al ver a la multitud, y su bravuconería se disolvió rápidamente bajo el escrutinio de los guardabosques armados.

Intentaron huir, pero ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, los guardabosques los detuvieron y sus protestas quedaron ahogadas por el murmullo de los espectadores y las severas órdenes de los oficiales. Amara exhaló un largo y tembloroso suspiro, sus hombros finalmente se relajaron al darse cuenta de que el peligro había pasado.
Se arrodilló, agotada, y tendió una mano a la cría, que se había pegado a su lado, extendiendo su pequeña trompa para tocar su mano en un gesto de alivio compartido.

Una vez neutralizada la amenaza de los cazadores furtivos, la madre elefante se acercó a ellos y sus ojos tranquilos y sabios se cruzaron con los de Amara. Colocó una suave trompa sobre la espalda de su cría y la acercó a su lado.
Mientras se llevaban a los cazadores furtivos, atados y con la mirada perdida, Amara echó un vistazo a los guardas forestales, que empezaron a interrogar a los turistas y a evaluar la escena. Estaban redactando un informe oficial, señalando la actividad ilegal de los furtivos para futuras acciones. Amara asintió en señal de gratitud cuando uno de los guardabosques se acercó, con una expresión de alivio y respeto.

“Ha sido muy valiente”, dijo, mirando a los elefantes. “Estos animales no suelen relacionarse con extraños. Te habrás ganado su confianza” Amara esbozó una débil sonrisa y miró a sus inusuales compañeros. “Me salvaron la vida”, murmuró, con voz suave. “No creo que lo hubiera conseguido sin ellos”
El guardabosques asintió, dirigiendo su mirada a los elefantes. “Tienen un notable sentido de la lealtad”, respondió. “Tienes suerte de haberte cruzado hoy con ellos” Cuando los turistas empezaron a abandonar el claro, Amara se quedó mirando a la madre elefante y a su cría.

Ahora que los cazadores furtivos se habían ido, Amara se relajó, tratando de calmar el corazón que le latía con fuerza en el pecho por toda la adrenalina acumulada. Se acercó a los elefantes y les tendió una mano tentativa. La madre elefante se inclinó hacia ella y su presencia cálida y firme la tranquilizó.
Amara se dio cuenta de que era hora de volver y, cuando miró hacia atrás por última vez, juraría que vio a la madre elefante mirándola, como diciendo “Gracias”, que sus caminos se habían cruzado por una razón y que le estaría siempre agradecida.
