“No puede ser. ¿De verdad eres tú?” Exclamó George, sacudiendo con su voz la quietud del atardecer. Sus ojos recorrieron el corral y se fijaron en la silueta familiar que estaba cerca de la valla. Era Trueno, su preciado semental, el mismo caballo que había desaparecido sin dejar rastro ocho largos meses atrás.
Por un momento, George se quedó inmóvil, incapaz de comprender lo que estaba viendo. Su corazón latía con fuerza, la incredulidad se apoderaba de él. Después de tanto tiempo, tras semanas de búsqueda infructuosa y noches llenas de dudas, Trueno había vuelto. Pero cuando el alivio se apoderó de él, algo hizo que George se detuviera. Su euforia vaciló y fue sustituida por una sensación de inquietud.
“Espera”, murmuró para sí, frunciendo el ceño mientras daba un tímido paso adelante. Había algo en la escena que no encajaba. Trueno estaba de pie, tranquilo, con el cuerpo reluciente bajo la luz mortecina. Pero justo detrás de él, apenas visible en el crepúsculo, había algo más. George parpadeó y su vista se ajustó al entrecerrar los ojos en las sombras.
Su corazón se aceleró, pero esta vez no era de alegría. Algo acechaba en la penumbra, justo detrás de Trueno. La respiración de George se entrecortó en su garganta mientras se acercaba, tratando de encontrarle sentido. El sonido de las hojas crujiendo bajo sus botas llenó el silencio a medida que George avanzaba, con el pulso acelerándose a cada paso.
El trueno permanecía quieto, sin inmutarse por lo que fuera que había detrás de él. George tragó saliva, con la incertidumbre carcomiéndole las entrañas. ¿Qué era aquello? ¿Se lo estaba imaginando? Pero a medida que se acercaba, la figura permanecía: una forma oscura que se movía ligeramente, observando.
Un sudor frío recorrió la piel de George. “¿Qué demonios?”, pensó, pero no se atrevió a terminar la pregunta en voz alta. Fuera lo que fuese lo que se escondía detrás de su preciado semental, no parecía amistoso.
Había sido una fría mañana de finales de otoño cuando George descubrió por primera vez que Trueno había desaparecido. La escarcha temprana aún se pegaba a la hierba y la niebla se extendía perezosamente por los campos. Ese día, mientras caminaba hacia el establo, Jorge esperaba oír el familiar relincho de su amado semental, pero el establo estaba en un silencio sepulcral.
Cuando llegó al establo de Trueno, se le encogió el corazón. La puerta estaba abierta y el establo vacío. El pánico se apoderó de él y salió corriendo, gritando el nombre de Trueno en el aire fresco de la mañana. Pero no hubo respuesta, ni más sonido que el susurro del viento entre los árboles.
George buscó por todas partes: por el bosque, por las colinas, por la orilla del río. Los días se convirtieron en semanas y seguía sin haber rastro de Trueno. Colgó carteles, hizo llamadas telefónicas e incluso ofreció una recompensa. Pero a medida que pasaban las semanas, la esperanza empezaba a menguar.
Trueno había sido algo más que un caballo de tiro para George. Era un compañero, el tipo de animal que entiende las cosas sin palabras. Los dos habían pasado años trabajando codo con codo, arando campos, acarreando leña y cabalgando por el campo. Perderlo era como perder una parte de sí mismo.
A medida que los días se alargaban hasta convertirse en meses, la vida de George se convirtió en una rutina lenta y dolorosa. Se levantaba temprano, terminaba las tareas en las que Thunder le había ayudado y se sentaba en el porche a contemplar los campos vacíos. La granja estaba ahora más tranquila, demasiado tranquila.
George intentaba seguir adelante, llenar los días de trabajo, pero nada parecía sacudir la tristeza que se había instalado sobre él como una nube. Todas las noches se dirigía al granero, con la esperanza de que Trueno le estuviera esperando. Pasaban las estaciones, pero Trueno seguía sin aparecer.
Pero George nunca dejó de tener esperanzas. En el fondo, en los momentos de tranquilidad antes de dormir, seguía imaginándose a Trueno trotando por el campo, con sus crines brillando a la luz del sol, como si nunca hubiera pasado nada. Era una tontería, lo sabía, pero no podía evitarlo. Había algo en aquel caballo, algo que le decía que Trueno no se había ido para siempre.
En los meses transcurridos desde la desaparición de Trueno, la vida de George había caído en una gris monotonía. La granja, antaño llena de vida, se había convertido en un lugar sombrío, repleto de los silenciosos sonidos del trabajo realizado en solitario. Sin Trueno, incluso las tareas más sencillas parecían más pesadas, más lentas. El granero parecía una tumba, y cada crujido de sus vigas de madera recordaba al caballo que solía llenarlo de vida.
Todos los días, George se quedaba mirando los campos vacíos, esperando que algo -cualquier cosa- trajera alguna señal de su compañero perdido. A medida que el invierno se convertía en primavera, la esperanza de George se atenuaba como la pálida luz del sol que se filtraba entre las nubes de tormenta. A pesar del dolor, George hizo todo lo posible por alejar las falsas esperanzas.
A medida que las semanas se convertían en meses, incluso los corazones más firmes empezaron a flaquear. Y entonces, una mañana, se encontró recorriendo el camino familiar hacia el granero, y se detuvo justo delante de las puertas. Se paró allí y, por primera vez en meses, lo dijo en voz alta: “No va a volver”
Aquellas palabras habían sido como el último clavo en el ataúd, la última aceptación de una verdad que había estado negando desde el día en que Thunder había desaparecido. George se había sentado en el borde de la caseta, con las manos curtidas apoyadas en las rodillas y la cabeza gacha mientras el peso de su pérdida se cernía sobre él como un sudario.
Y ahora, mientras George permanecía de pie a la luz mortecina del atardecer, contemplando a su caballo, vivo y sano, de pie ante él, se sentía como un sueño hecho realidad. Pero su alegría se vio atenuada por esa sensación de inquietud, la sensación de que algo no iba del todo bien.
Se acercó un paso más, con el aliento empañado por el aire frío, pero al hacerlo, la sombra detrás de Trueno pareció moverse, acercándose al borde del establo. Trueno parecía tranquilo, pero George podía sentir el peso de algo más en el aire.
Se detuvo a pocos metros de su semental y se agachó lentamente, tratando de atisbar las sombras. El corazón le retumbó en el pecho y se le hizo un nudo en el estómago. No se lo estaba imaginando: allí había algo. ¿Pero qué?
Y entonces, justo cuando el viento se levantó y agitó los árboles, George creyó ver un par de ojos que brillaban en la penumbra, a poca altura del suelo, observándole. El aire que rodeaba a George pareció espesarse cuando se agachó más cerca del suelo.
George forzó la vista para ver dentro de las sombras cada vez más profundas. Parpadeó una, dos veces, convencido de que su mente le estaba jugando una mala pasada. “No es nada”, se dijo a sí mismo. “Tiene que ser nada” Pero aquellos ojos, brillantes y firmes, nunca vacilaron.
El aire frío del atardecer se pegó a la piel de George, recordándole que aquello no era un sueño. Su respiración se aceleró mientras se levantaba lentamente, alejándose de la entrada del granero. Se le revolvieron las tripas con las emociones contradictorias que luchaban en su interior: alegría por el regreso de Trueno, pero también un miedo desgarrador a lo que se ocultaba en las sombras.
Sus instintos le gritaban que se alejara, pero algo lo mantenía clavado en el sitio. No podía dejar a Trueno aquí, no después de todo lo que había pasado. “Tranquilo, muchacho”, murmuró George, con voz apenas por encima de un susurro. Sus ojos no se apartaban de la figura que se movía en la oscuridad. No estaba seguro de con quién o qué estaba hablando.
George tenía la respiración entrecortada y el corazón le latía con fuerza mientras miraba las sombras. Su mente bullía con miles de pensamientos, ninguno de los cuales podía dar sentido a lo que estaba viendo. Aquellos ojos -bajos hasta el suelo, brillantes y sin pestañear- le miraban fijamente.
No podía moverse, con los pies inmóviles, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Durante meses había imaginado este momento: Trueno volviendo a casa, galopando por los campos como si nada hubiera pasado. “Pero esto”, pensó mientras se enfrentaba a la entidad oscura, “no se suponía que fuera así”
Trueno se quedó quieto, agitando la cola, con sus grandes ojos oscuros reflejando la luz mortecina del atardecer. George tragó saliva, con el pulso martilleándole en los oídos. Esperaba que Trueno estuviera ansioso, incluso asustado, después de haber estado fuera tanto tiempo. Pero el semental no estaba ni un poco agitado.
George volvió a mirar la forma oscura que se cernía justo detrás de Trueno. Su mano apretó el rastrillo, el frío metal mordiéndole la palma mientras se mantenía firme. La figura no se había movido, sólo permanecía agachada, apenas visible entre las sombras.
“¿Qué demonios eres? Murmuró George en voz baja, apenas audible. Su agarre del rastrillo se aflojó ligeramente y dio un pequeño paso hacia delante. No podía evitar la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo, pero necesitaba saber qué -o quién- había seguido a Trueno hasta su casa.
El aire a su alrededor se sentía denso, la quietud de la granja lo oprimía. El viento se había calmado por completo, dejando los árboles inmóviles, como si el mundo entero contuviera la respiración. La respiración de George se sentía fuerte en el silencio, pero no se atrevía a romper la quietud con ningún movimiento repentino.
Trueno resopló suavemente, y George volvió a mirar a su caballo. El semental agitó las orejas y levantó ligeramente la cabeza como si estuviera escuchando algo. Jorge respiró hondo y se tranquilizó. “Muy bien, muchacho”, murmuró. “Veamos quién ha vuelto contigo”
Avanzó hacia adelante, con pasos lentos y deliberados, sin apartar los ojos de la figura sombría que parecía acechar justo detrás de su caballo. Cuanto más se acercaba, más se agitaba su mente. “¿Podría ser algún tipo de depredador?” Pensó George. “¿Un coyote? ¿Un puma?”
Pero nada de eso tenía sentido. Si hubiera sido algo peligroso, Trueno habría huido, ¿no? George nunca había sabido que su caballo rehuyera una pelea, pero tampoco lo había visto tan despreocupado por algo tan cercano.
Cuando George llegó al borde de la sombra del granero, se detuvo. La luz se desvanecía rápidamente y la silueta detrás de Trueno comenzó a tomar forma, una silueta oscura contra el cielo del atardecer. George entrecerró los ojos y trató de distinguir los detalles.
Y entonces, la figura se movió. A George se le aceleró el corazón cuando la silueta se movió y salió a la luz. Agarró el rastrillo con más fuerza, preparándose para lo que estuviera a punto de aparecer. Pero lo que apareció no era lo que esperaba.
George parpadeó, su mente tartamudeaba para procesar lo que estaba viendo. La pequeña y extraña criatura trotó hacia delante, junto a Trueno como para revelar una parte de sí misma a George. La pequeña criatura lo miró, con sus ojos brillantes llenos de curiosidad, sin una pizca de amenaza en su mirada.
Jorge se acercó un paso, con el corazón aún palpitante. Pero antes de que pudiera acercarse del todo, la pequeña criatura volvió a moverse, esta vez mucho más rápido. Se alejó de Trueno y desapareció entre la hierba alta, casi como si hubiera sentido algo.
Trueno se movió nervioso, dando zarpazos en el suelo. “¡Trueno, quédate!” Gritó George, con voz urgente, pero era demasiado tarde. El semental soltó un bufido y salió corriendo, persiguiendo a la criatura como si hubieran acordado en silencio correr juntos.
“¡Trueno!” Gritó George, con el pánico inundando su voz. Dejó caer el rastrillo y echó a correr, con los pies golpeando la tierra mientras los perseguía. No podía creerlo: después de tanto tiempo, después de haber recuperado por fin a Trueno, el caballo se le escapaba de nuevo.
La hierba alta azotaba las piernas de Jorge, cada paso era más difícil que el anterior. Respiraba entrecortadamente, el aire frío de la noche le mordía los pulmones. A lo lejos, aún podía oír el sonido de los cascos de Trueno retumbando en el campo, la silueta del semental un borrón oscuro contra el paisaje iluminado por la luna.
George maldijo en voz baja y sus ojos se esforzaron por no perder de vista las formas que se le escapaban. A su edad, perseguir a un animal -y mucho menos a dos- por el campo no sólo era difícil, sino peligroso.
Su cuerpo protestaba con cada movimiento, recordándole los años que había pasado trabajando en la granja. La criatura era rápida, corriendo entre los tallos de hierba, y Trueno la seguía de cerca, moviéndose con una velocidad y una gracia que George sólo podía admirar.
“¡No te dejaré escapar!” Gruñó George, empujándose con más fuerza a pesar de las protestas de su cuerpo. Las piernas le ardían por el esfuerzo, y cada zancada le producía un dolor agudo en las articulaciones. Sus botas resbalaban de vez en cuando en la tierra blanda, amenazando con hacerle caer, pero siguió adelante.
Nada iba a detenerle, ni su fatiga, ni su edad, no cuando el Trueno estaba tan cerca. No iba a volver a perder a su preciado semental, no después de todo lo que habían pasado. Su amado caballo estaba fuera de su alcance.
La persecución les llevó más adentro en los campos, el paisaje familiar de la granja dando paso a un terreno más accidentado. George tropezó con un terreno irregular, pero recuperó el equilibrio rápidamente. Sus ojos se clavaron en la silueta de Trueno, apenas visible a la luz de la luna.
Trueno galopaba ahora, y sus poderosas zancadas lo alejaban cada vez más. La extraña criatura, que seguía adelante, lo llevaba a alguna parte; George no sabía adónde, pero no importaba. Lo único que importaba era mantener el ritmo, no dejar que se desvanecieran en la noche.
Cuando llegaron al borde del campo, el corazón de Jorge dio un vuelco. El terreno era más accidentado, la hierba daba paso a zonas de rocas y arbustos. Su mente se aceleró. Trueno podía hacerse daño fácilmente si no tenía cuidado. George conocía bien el terreno, pero en la oscuridad era traicionero.
“¡Trueno, para!” Gritó George, con la voz ronca. Pero Trueno seguía corriendo, la criatura lo llevaba más lejos en la noche. Las botas de George patinaron sobre una roca, haciéndole caer al suelo. Le dolía la rodilla, pero lo ignoró y volvió a ponerse en pie. No podía detenerse. Ahora no.
El sonido de los cascos de Trueno se hizo más débil y Jorge sintió una oleada de desesperación. Obligó a sus piernas a moverse más deprisa, la adrenalina mitigó el dolor de su rodilla. Cada paso era una agonía, pero la idea de volver a perder a Trueno era peor.
Delante de él, Trueno y su nuevo compañero viraron a la izquierda, desapareciendo tras una hilera de árboles. El corazón de George latía con fuerza en su pecho al llegar a la línea de árboles, apenas capaz de ver a través de las gruesas ramas y la maleza. Los sonidos de su huida se hicieron más silenciosos.
“No, no, no”, murmuró George, con el miedo invadiéndole la voz. Se abrió paso entre las ramas y la áspera corteza le rozó los brazos mientras avanzaba. Sentía las piernas de plomo y cada paso le pesaba más que el anterior.
El bosque parecía tragárselos enteros, y el pánico se apoderó de Jorge. La noche se cerraba a su alrededor, las formas oscuras de los árboles se cernían sobre él como gigantes silenciosos. Ya no oía a Trueno. Sólo el susurro ocasional de las hojas le recordaba que seguían ahí fuera.
George tropezó de nuevo con una raíz expuesta y cayó con fuerza. Sus manos se clavaron en la tierra y las palmas le escocían por el impacto. Permaneció allí un momento, jadeando, con el cuerpo dolorido por el cansancio. Pero no podía detenerse. No podía rendirse.
Con un gruñido de esfuerzo, George se puso de pie. Le temblaban las piernas, pero se obligó a moverse. Tenía que encontrar a Trueno. Tenía que llevarlo a casa. No importaba cuánto tuviera que correr, no volvería a casa solo.
El aire de la noche era más frío ahora, la temperatura bajaba a medida que pasaban las horas. George respiraba entrecortadamente y el corazón le latía dolorosamente en el pecho. Los únicos sonidos eran su respiración agitada y el chasquido ocasional de una ramita bajo sus pies.
A medida que se adentraba en el bosque, los árboles parecían más altos y sus sombras más oscuras y amenazadoras. George miró a su alrededor, tratando de orientarse, pero todo parecía igual: los mismos troncos altísimos, la misma maleza espesa, el mismo silencio opresivo.
Se le encogió el corazón. No tenía ni idea de dónde estaba. El rastro que había seguido había desaparecido, engullido por la densa maleza del bosque. Giró lentamente en círculo, escudriñando la oscuridad en busca de alguna señal de Trueno, de algún punto de referencia familiar que pudiera guiarle. Nada. Sólo la silenciosa e interminable extensión de árboles.
El pánico arañaba los bordes de la mente de Jorge. Podía sentirlo entrando sigilosamente, apretándole el pecho, amenazando con ahogar el aliento de sus pulmones. Tenía que mantener la calma. Tenía que pensar. Pero lo único en lo que podía pensar era en lo profundo que estaba en el bosque y lo lejos que parecía estar su hogar.
El trueno había desaparecido de nuevo, y con él, la criatura. George estaba completamente solo. Un escalofrío le recorrió la espalda al darse cuenta de la realidad de la situación. Estaba perdido. No había prestado atención cuando Trueno y la criatura se habían alejado, y ahora no tenía ni idea de adónde ir. El aire frío le mordía la piel y la ropa mojada se le pegaba incómodamente al cuerpo.
“¡Trueno!”, gritó, y su voz resonó entre los árboles. El silencio respondió. Ni siquiera el susurro de las hojas respondió a su grito. A Jorge se le aceleró el pulso cuando el bosque pareció cerrarse a su alrededor. ¿Eran imaginaciones suyas, o los árboles se estaban acercando, apiñándose a su alrededor?
Caminó unos pasos más, gritando de nuevo el nombre de Trueno, pero su voz empezaba a quebrarse por la frustración. Las sombras se alargaban con cada minuto que pasaba. La noche parecía profundizarse y la única luz provenía de la pálida astilla de luna que intentaba asomarse a través del espeso dosel de ramas en lo alto.
George se detuvo y se frotó la cara con manos temblorosas. No podía dejarse llevar por el pánico. Ahora no. Necesitaba concentrarse, mantenerse alerta. Pero el cansancio lo agobiaba, le embotaba los sentidos y le dificultaba pensar con claridad.
Miró hacia arriba, entrecerrando los ojos para ver el cielo oscuro a través de las ramas. ¿Era el mismo trozo de luna que había visto antes? No lo sabía. Todas las direcciones parecían iguales y, ahora que la luz había desaparecido, el bosque parecía aún más interminable e implacable.
Su respiración se aceleró, ahora entrecortada. No podía permitirse perderse. No sabía lo lejos que había vagado ni lo profundo que se había adentrado en el bosque, pero estaba demasiado lejos de la seguridad de su hogar. Lo sentía en los huesos.
“¡Trueno!”, volvió a intentar, esta vez más fuerte, pero el nombre le salió como un grito ahogado. Su voz resonó en la quietud, rebotando en los árboles antes de desvanecerse en la nada. George se esforzó por escuchar, esperando cualquier sonido, cualquier respuesta. Pero nada. El silencio era asfixiante.
El aire era húmedo y frío, y le costaba respirar. Tenía los dedos agarrotados por el frío y las extremidades pesadas por el cansancio. Sentía que se movía a cámara lenta, cada paso más difícil que el anterior. Pero no podía detenerse. Todavía no. No hasta encontrar a Trueno.
La oscuridad engañaba a sus ojos. Cada susurro de las hojas, cada chasquido de una ramita, hacía que su corazón saltara en su pecho. ¿Era Trueno? ¿O algo más? La mente de Jorge se agitó, llena de imágenes de lobos o cosas peores acechando más allá de su campo de visión.
Volvió a tropezar y su pie se enganchó en otra raíz. Esta vez no tuvo fuerzas para detener la caída. Golpeó el suelo con fuerza y se quedó sin aliento al aterrizar en un parche de hojas húmedas. Por un momento, se quedó allí, jadeando, mirando el enmarañado dosel de ramas que lo cubría.
Su cuerpo gritó en señal de protesta cuando volvió a ponerse de rodillas. Le dolían las piernas, los brazos, los pulmones. Estaba muy cansado. Las ganas de tumbarse, de rendirse, eran casi abrumadoras. Pero no podía. Todavía no. El trueno seguía ahí fuera y George no se iba a ir a casa sin él.
“Vamos, George”, murmuró para sí, apretando los dientes contra el dolor. “Has pasado por cosas peores” Pero mientras pronunciaba esas palabras, la duda se apoderó de él. Nunca había estado tan perdido, nunca se había sentido tan aislado de todo lo que le era familiar.
Se secó el sudor de la frente y se secó las manos en los pantalones. La fría humedad de la tierra se le pegó, calándole hasta los huesos. Intentó orientarse de nuevo, pero todo seguía desorientándole, cada sombra se mezclaba con la siguiente.
Mientras luchaba por ponerse en pie, un sonido lejano rompió el opresivo silencio. Un sonido débil y familiar, un suave pitido transportado por el viento. A Jorge le dio un vuelco el corazón. ¡Un trueno! Estaba cerca. Después de todo, no estaba perdido
El sonido era débil, apenas audible entre el susurro de las hojas, pero bastó para despertar una oleada de esperanza en Jorge. Se giró hacia la dirección del sonido y empezó a moverse tan rápido como le permitían sus doloridas piernas, con el corazón latiéndole con fuerza.
“¡Trueno!”, volvió a gritar, ahora con más fuerza. Se abrió paso entre la maleza, ignorando las ramas que le arañaban la piel y las raíces que amenazaban con hacerle tropezar. Su única atención era el sonido del chirrido de Trueno, cada vez más fuerte a cada paso.
El bosque parecía diluirse a medida que George avanzaba, los árboles se separaban lo suficiente para que pudiera ver una forma familiar delante de él. Se le cortó la respiración cuando la silueta de Trueno apareció entre las sombras, erguida y orgullosa en un pequeño claro.
El alivio inundó a Jorge como una ola. Tropezó hacia Trueno, con las manos temblorosas cuando alargó la mano para tocar las crines del caballo. Trueno resopló suavemente, dando un codazo en el hombro de Jorge como diciendo: “Estoy aquí. He estado esperando”
George se desplomó contra el costado de Trueno, con el cuerpo tembloroso por el cansancio y la emoción. Le había encontrado. Después de todo, después de todo el miedo y la incertidumbre, había encontrado a Trueno. Enterró la cara en el cuello del caballo y respiró entrecortadamente.
“Creí que te había perdido”, susurró Jorge, con la voz entrecortada por el alivio. Trueno volvió a resoplar y su cálido aliento le reconfortó en el frío aire nocturno. George le dio unas palmaditas en el costado y luego se enderezó lentamente, la adrenalina por fin empezaba a desaparecer.
Trueno no estaba solo. La pequeña criatura estaba a su lado, jadeando ligeramente mientras miraba hacia George. Pero ya no corría, sino que le estaba esperando. George se quedó sin aliento y se acercó con cautela. Sus músculos gritaron en señal de protesta, pero no le importó. Tenía que averiguar qué era aquella criatura.
A medida que se acercaba, vio la cola de la criatura moverse una vez antes de que trotara hacia él. George se agachó y apoyó las manos en las rodillas mientras luchaba por recuperar el aliento. “¿Qué estabais tramando?” Jadeó George, con el pecho agitado mientras intentaba hablar.
La extraña y pequeña criatura se acercó a George, con la lengua fuera de la boca en un jadeo alegre. George soltó una carcajada sin aliento, sacudiendo la cabeza con incredulidad. “No eres más que un cachorrito. Me has dado un buen susto”, murmuró con la voz ronca.
Por un momento, los tres permanecieron en el claro, mientras la tensión de la persecución se desvanecía poco a poco. El viento agitaba las hojas a su alrededor, llevando consigo los suaves sonidos de la noche. El corazón de George empezó a calmarse al darse cuenta de lo que acababa de ocurrir.
Trueno no había estado huyendo de él. Había llevado a Jorge a alguna parte. Y el perro los había guiado a ambos. ¿Pero adónde? ¿Por qué? George frunció el ceño, enderezándose mientras miraba alrededor del claro.
No parecía haber nada fuera de lo común: sólo árboles y hierba, como en cualquier otra parte de la granja. Pero algo le daba vueltas en la cabeza, una sensación que no podía quitarse de encima. Trueno lanzó un suave graznido, rozando el hombro de Jorge con la nariz.
El perro ladró, como instándole a seguirles una vez más. George frunció el ceño, confundido, pero no podía negar la extraña sensación de propósito que flotaba en el aire. “De acuerdo”, murmuró, secándose el sudor de la frente. “Ve delante” Y así comenzó de nuevo la persecución, no por miedo o desesperación, sino por curiosidad y asombro.
George los siguió mientras Trueno y el perro se adentraban en el bosque, con paso firme y seguro, como si supieran exactamente adónde iban. Jorge no estaba seguro de lo que encontraría al final de este viaje, pero confiaba en Trueno y ahora, al parecer, también confiaba en el perro.
Los árboles se hacían más espesos a medida que se adentraban, las sombras se alargaban a medida que la luz del sol se filtraba entre las ramas. El corazón de Jorge latía con fuerza en su pecho, no por el esfuerzo sino por la creciente expectación. Aquí había algo, algo importante. Si no, ¿por qué Trueno y el perro lo habían alejado tanto de la granja?
Mantuvo el paso firme, con la mirada fija en el caballo y el perro. El perro, pequeño pero decidido, permanecía junto a Trueno, mirando de vez en cuando a Jorge, como si comprobara que le seguía.
De repente, el perro aceleró el paso y se adentró en la maleza. Trueno lo siguió, trotando con elegancia sobre el terreno irregular. George frunció el ceño, preocupado, pero siguió adelante, zigzagueando entre los árboles hasta llegar a un pequeño claro.
George tardó un momento en asimilar lo que estaba viendo. Allí, acurrucados bajo un árbol de poca altura, había unos pequeños cachorros de peluche. Se le hizo un nudo en la garganta. Estaban acurrucados, lloriqueando suavemente, y cuando George se acercó, se dio cuenta de que un par de ellos cojeaban.
El perro los protegía y lamía suavemente a uno de ellos. George se agachó, con el corazón henchido de empatía. Los cachorros estaban heridos y fue entonces cuando se dio cuenta. Todo este tiempo, Trueno y el perro no sólo habían estado corriendo salvajemente; lo habían estado guiando hasta aquí, hasta estos cachorros, para salvarlos.
“Pobrecitos”, susurró George, acercándose con cuidado. Los cachorros no se apartaron de él, aunque se mostraron cautelosos, con sus pequeños cuerpos temblorosos. La madre empujó a uno de ellos hacia George, sus ojos se encontraron con los de él en una súplica silenciosa. Confiaba en él, igual que Trueno había confiado en ella.
Trueno esperó pacientemente mientras Jorge se agachaba y cogía en brazos, uno a uno, a los temblorosos cachorros. La perra madre la observaba atentamente, con los ojos llenos de una confianza silenciosa que reconfortó el corazón de George. Permaneció cerca de él mientras acunaba a sus cachorros, dándoles suaves codazos para tranquilizarlos.
Con un suave gruñido, Trueno tomó la delantera y se volvió hacia el camino por el que habían venido. George sonrió, balanceando los pequeños bultos de pelo en sus brazos, siguiendo el paso firme de Trueno a través del bosque. La perra trotaba a su lado, sin apartar la mirada de sus cachorros, como si también estuviera guiando a George de vuelta a casa.
El camino de vuelta se hizo más corto, como si el peso de la preocupación se hubiera disipado y los pasos de George fueran más ligeros. Trueno parecía conocer perfectamente el camino, sus cascos golpeaban rítmicamente el suelo. El resplandor de las luces del granero a lo lejos trajo una sensación de paz al cansado corazón de Jorge.
De vuelta en el establo, George dejó a los cachorros con cuidado en un mullido lecho de heno que había preparado en un establo vacío. La perra olisqueó el lugar y se tumbó junto a sus cachorros, con ojos que reflejaban gratitud y alivio.
George se arrodilló junto a la pequeña familia y pasó la mano por el lomo de la madre. “Aquí estaréis a salvo”, susurró, sintiendo una profunda satisfacción que no había sentido en meses. El granero, antes tan silencioso y vacío, ahora bullía de vida. Los cachorros se acurrucaban junto a su madre, con sus pequeños cuerpos cálidos y tranquilos.
Durante los días siguientes, George se aseguró de que los perros estuvieran cómodos, construyendo una cama adecuada en el granero y colocando comida y agua. Incluso despejó un espacio donde los cachorros pudieran jugar sin peligro mientras crecían.
Cada mañana, George se despertaba con la imagen de Trueno y el perro corriendo juntos por los campos, con los cachorros detrás, tropezando en su torpeza juguetona. La granja había cobrado vida de nuevo, la tierra antes tranquila se llenaba de los alegres sonidos de ladridos, relinchos y algún que otro aullido excitado.
George se apoyó en la valla, con una sonrisa de satisfacción en los labios. Sus días, antes solitarios, estaban ahora llenos de compañía y alegría, y su granja bullía con la energía de la nueva vida. El vínculo entre Trueno y el perro no se parecía a nada que George hubiera visto antes, y los cachorros, cada día más fuertes, se habían convertido en parte de la familia.