El viento chirriaba a través de las montañas, cortando la chaqueta empapada de Daniel como una cuchilla. La nieve le golpeaba la cara y le entumecía la piel. Le dolían las piernas, cada paso se hundía más en el suelo helado. Estaba perdido, agotado y se le acababa el tiempo.
La nieve rugía a su alrededor, un implacable muro blanco. Entonces -a través del caos- surgió una forma. Alta, inmóvil. Al principio, Daniel pensó que era una persona. Pero entonces los vio: dos ojos dorados, ardiendo a través de la tormenta, clavados en él.
Se le aceleró el pulso. Un depredador. Elevado, inmóvil, su silueta se movía dentro de la tormenta. Daniel respiró entrecortadamente. No atacó, no emitió ningún sonido, sólo observó. El viento chillaba a su alrededor, pero en ese espacio congelado sólo había silencio. Entonces, sin previo aviso, la criatura hizo algo que cogió a Daniel por sorpresa …..
El viento chilló a través de las montañas, como el lamento de una banshee que ahogó la respiración entrecortada de Daniel. La nieve le azotaba la cara, cegadora, implacable. Cada paso que daba era como caminar por arenas movedizas, sus botas se hundían en la nieve y sus músculos ardían de frío.
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Sus dedos enguantados estaban rígidos, agarrando el GPS inútil en sus manos temblorosas. La pantalla parpadeó antes de apagarse. El GPS no funcionaba. Respiró hondo: estaba realmente perdido. Se dio cuenta como una ola. La tormenta se había tragado el sendero y, con él, el camino a casa.
Daniel tropezó y cayó de rodillas. El hielo le mordió los pantalones, afilado como una daga. Se levantó, sacudiéndose la nieve, pero cada movimiento le resultaba más pesado. Su cuerpo lo traicionaba, se apagaba lentamente.
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¡No te duermas! Sigue moviéndote La voz en su cabeza era distante, como si estuviera enterrada bajo capas de hielo. Si se detenía, aunque sólo fuera un instante, la nieve lo sepultaría y nadie podría encontrarlo. Ya había visto antes a excursionistas desaparecer de esa manera: cuerpos engullidos por la montaña para no volver jamás.
La tormenta se intensificó y el mundo se redujo a un vacío blanco. Las sombras se retorcían con el viento, moviéndose justo en el límite de su visión, ¿o era su mente la que le estaba jugando una mala pasada? Parpadeó con fuerza. Llevaba años caminando por estas montañas. No era de los que entraban en pánico.
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Sin embargo, algo iba mal. Incluso a través del blanco cegador, podía ver sombras que se arremolinaban a distancia a su alrededor. La piel de Daniel se erizó bajo su chaqueta, no sólo estaba perdido. Le estaban observando
Daniel se giró. Al principio, no había nada más que el blanco rugiente. Luego, una forma inmóvil. Se le cortó la respiración. Una figura se alzaba más allá del montón de nieve, apenas visible. Su mente se agitó. ¿Una persona? ¿O tal vez un árbol?
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Entonces vio los ojos. Ámbar brillante, sin parpadear, fijos en él a través de la nieve. Un lobo. Uno enorme, su silueta nítida incluso a través de la tormenta. Permaneció inmóvil, observándole, sin que le afectaran los vientos helados que calaban hasta los huesos de Daniel.
El pulso de Daniel latía con fuerza. Se había encontrado con lobos antes, pero nunca con uno de este tamaño. Tenía la postura de un alfa, el pelaje espeso y salvaje, los hombros anchos. Un depredador Sin embargo, no se movió ni atacó. Se limitó a observar.
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Entonces apareció algo más. Más ojos, brillando como brasas dispersas en la tormenta. Una manada. Sus formas seguían semiocultas, mezclándose a la perfección con la nieve arremolinada. Daniel apretó los puños. Estaba rodeado por ellos.
El líder se adelantó, hundiendo sus enormes patas en la nieve. Su aliento se curvó en el frío, una exhalación lenta y deliberada. Daniel se obligó a quedarse quieto, sus instintos le gritaban que corriera, pero sabía que no debía hacerlo. Correr sólo desencadenaría la persecución.
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La manada permaneció en silencio, sus movimientos precisos y controlados. Esto no era al azar. Estaban esperando. No sabía a qué. Los ojos del alfa se clavaron en los suyos. Y en ese momento, algo se agitó en su mente, un recuerdo lejano pero innegable.
El sol había sido implacable aquel día, abrasando el suelo del bosque bajo las botas de Daniel. Había hecho una excursión en solitario por las montañas, adentrándose en la naturaleza en busca de un desafío. Esperaba estar solo, pero lo que encontró a continuación le cambió para siempre.
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El sonido había sido débil al principio, casi perdido bajo el susurro de los árboles: un quejido, apenas perceptible. Daniel lo siguió, preocupado por el pobre animal, pasando con cuidado por encima de raíces enmarañadas, escudriñando la maleza. Y entonces lo vio: un pequeño cachorro de lobo, acurrucado en la tierra, con las costillas presionando su fino pelaje.
Los ojos del cachorro se abrieron, apagados y sin vida. Estaba hambriento. Moría. Una parte de Daniel le dijo que se marchara, que era el curso de la naturaleza, una lección de supervivencia. Pero otra parte de él, algo profundo e instintivo, se negó. No podía dejar morir a la pobre criatura.
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Se agachó y extendió una mano cautelosa. El cachorro no se movió, no luchó. Su respiración era superficial, su cuerpo frío al tacto. Una decisión se asentó en su pecho: no podía dejarlo aquí. Lo cogió con cuidado en brazos y se lo metió en la chaqueta.
Los primeros días fueron una batalla contra la muerte. Al principio, el cachorro se negaba a comer, demasiado débil para masticar. Daniel machacó barritas de proteínas y las mezcló con leche, dejando que lamiera la mezcla de las palmas de sus manos. Poco a poco, la vida volvió a los ojos del cachorro.
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Al tercer día, el cachorro ya podía ponerse de pie. Cojeaba tras él, sin alejarse demasiado. No había planeado ponerle nombre, pero cuando la luz de la luna iluminó su oscuro pelaje, el nombre salió de los labios de Daniel: Sombra.
Daniel encontró en Sombra un compañero entrañable, pensando que era otra alma solitaria del bosque. Pero entonces, por la noche, Daniel empezó a despertarse con sonidos extraños. Aullidos bajos en la distancia, el chasquido de las ramas, el susurro de algo demasiado grande para ser un ciervo.
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La sombra se ponía rígida, con las orejas agitadas y los ojos dorados fijos en la oscuridad más allá de su pequeño campamento. Daniel trató de ignorarlo al principio, pero un malestar se instaló en su pecho. Había arrebatado un lobo a la naturaleza, pero empezaba a preguntarse si algo estaba intentando recuperarlo.
Una noche llena de acontecimientos, Daniel estaba sentado en su tienda, con la respiración entrecortada por el aire gélido y los ojos escrutando la oscuridad infinita a través de la pequeña ventana. El aullido del viento se había calmado, dejando sólo la inquietante quietud del bosque. Parecía como si la propia montaña contuviera la respiración.
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Entonces llegó el sonido. No el gemido de los árboles al moverse ni el susurro del viento entre los pinos, sino algo más profundo, más pesado. Una respiración. Lenta, cautelosa, justo fuera del alcance de la luz del fuego. Daniel se puso rígido y agarró el mango de su cuchillo. Había algo ahí fuera, y lo estaba observando.
Sombra levantó la cabeza, agitó las orejas y tensó los músculos. El cachorro emitió un gruñido bajo e inseguro, seguido de un quejumbroso arrullo. No era un sonido de agresión, sino de reconocimiento. A Daniel se le aceleró el pulso. ¿Era posible? ¿Había algo ahí fuera buscándolo? ¿Buscaba a Sombra?
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La presencia entre los árboles permanecía invisible, pero Daniel podía sentirla presionando, fría y paciente. No atacaba. No se retiraba. Estaba esperando. Daniel apretó con fuerza el cuchillo. El mensaje era claro: le había quitado algo a la naturaleza. Y la naturaleza lo quería de vuelta.
Llegó la mañana, pero Daniel seguía sintiendo un peso en el pecho. Recogió su equipo rápidamente, con la inquietud persistente en su interior. Las brasas del fuego estaban frías, pero los sucesos de la noche aún ardían en su mente. Necesitaba seguir moviéndose, poner distancia entre él y lo que hubiera estado allí.
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Entonces lo vio: profundas marcas de garras en los árboles que rodeaban su campamento. Los arañazos brillaban contra la corteza, afilados y deliberados. Se le revolvió el estómago. Y no habían estado allí ayer, cuando estaba montando el campamento. Esto no era al azar. Eran advertencias.
Daniel exhaló lentamente, el frío le mordía la piel. Su instinto le decía que se moviera más rápido, que sacara a Sombra del bosque antes de que fuera demasiado tarde. Pero otra voz le susurraba otra verdad: tal vez Sombra no estaba destinada a irse. Tal vez el cachorro nunca había sido realmente suyo.
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Sombra se adelantó trotando, ajena al dilema que Daniel tenía en la cabeza. Ya no era la criatura hambrienta que había encontrado; ahora Sombra era fuerte, rápido y alerta. El cachorro se detuvo de repente, aguzando las orejas. A Daniel se le apretó el pecho. ¿Estaba escuchando algo? ¿O… a alguien?
Al cabo de un rato, apareció el valle, que se extendía amplio e interminable bajo la bruma matinal. La vista debería haber aliviado los nervios de Daniel: se acercaba a la civilización. Pero el peso en su pecho sólo se hizo más pesado. Sombra seguía dudando. Era sutil, pero evidente. Avanzaba y luego se detenía, escuchando algo.
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Daniel había pasado semanas cuidando del cachorro, pero había momentos en los que juraba que Sombra estaba esperando algo más. O tal vez… a alguien. La idea le inquietaba. ¿La manada los había estado siguiendo todo este tiempo? ¿Sólo había prestado a Sombra, pensando que lo estaba salvando?
Daniel dejó de caminar. Sombra dio unos pasos más y se giró, con las orejas agitadas. Era el momento. El momento que había estado temiendo. Se arrodilló y apoyó una mano en el lomo de Sombra. El cachorro no se inmutó, sólo lo miró con aquellos ojos dorados, inteligentes e ilegibles.
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“Este es tu sitio”, dijo Daniel, con voz ronca. Era como despedirse de una parte de sí mismo. Daniel levantó al cachorro y lo colocó cerca de la línea del bosque, instándolo a volver a la naturaleza. Sombra dudó.
Luego, con un movimiento fluido, se dio la vuelta y desapareció entre los árboles, desvaneciéndose como si nunca hubiera estado allí. Daniel se quedó helado, con la respiración entrecortada. El bosque se había tragado a Sombra. Daniel sintió un dolor hueco en el pecho, profundo y doloroso, como si le hubieran arrancado algo.
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Con un suspiro, se ajustó la mochila y se obligó a avanzar. El sendero descendía en pendiente hacia el pueblo situado en la base de la montaña. Se dijo a sí mismo que no se volvería. Que no miraría atrás. Pero lo hizo. Sin embargo, los árboles permanecieron en silencio, indiferentes, como si Sombra nunca hubiera existido.
Aquella noche, mientras acampaba solo por primera vez en semanas, Daniel se quedó despierto mirando al cielo. El cachorro había sido la única compañía real que había tenido en años. Ahora volvía a estar solo. Se dijo que era mejor así. Pero la sensación de frío en su interior le decía lo contrario.
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Daniel pasó la noche fuera de la tienda, esperando oír algo: un aullido lejano, una llamada, alguna señal de que Sombra se había reunido con su manada. En cambio, el mundo estaba en silencio. Y ese silencio ensordecedor era mucho peor que cualquier sonido.
Daniel parpadeó, con la respiración entrecortada. El recuerdo de Sombra -pequeño, frágil, mirándolo con confianza- se desvaneció, tragado por el presente. La nieve seguía aullando a su alrededor. El frío le roía los huesos. Sin embargo, ante él no estaba el cachorro que una vez conoció.
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Sombra era ahora una bestia. Un alfa. Su enorme figura se alzaba en medio de la tormenta, con los músculos ondulándose bajo su espeso pelaje y unos ojos penetrantes y dorados. Y no estaba solo. La manada flanqueaba detrás de él, esperando. Observando. Daniel no estaba seguro de si Sombra lo veía como un amigo….. o como una presa.
La tormenta rugía a su alrededor, pero el mundo entre Daniel y el lobo estaba en silencio. Sombra estaba de pie en el centro de la manada, con su enorme cuerpo perfilado por los remolinos de nieve y los ojos clavados en los de Daniel. Los demás lobos esperaban, con los cuerpos tensos, al borde de la acción.
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A Daniel se le oprimió el pecho. Le superaban en número, se estaba congelando y estaba agotado. Si atacaban, no tendría ninguna oportunidad. Ya había visto a manadas destrozar a sus presas: rápidas, brutales, despiadadas. Pero Sombra no se movía. Parecía estar esperando. Y eso era peor.
De repente, uno de los lobos gruñó hacia Daniel, un sonido grave y gutural que hizo que el hielo corriera por las venas de Daniel. La manada estaba cada vez más inquieta. Él no debía estar aquí. Ahora era un intruso.
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Sombra soltó un profundo gruñido y los inquietos lobos se calmaron de inmediato. Su dominio sobre ellos era absoluto. Daniel exhaló un suspiro que ni siquiera sabía que estaba conteniendo. Sombra era quien los mantenía a raya, y eso significaba que su destino estaba en sus manos.
La mente de Daniel daba vueltas. ¿Lo reconocía Sombra? ¿O era una ilusión? La última vez que se habían visto, Sombra había sido pequeño, vulnerable y dependiente de él. Ahora, el lobo que tenía delante era un líder, poderoso y controlado. Una criatura salvaje.
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Los ojos dorados que lo observaban no eran los mismos que había dejado atrás. Daniel lo había criado durante un tiempo, pero eso no significaba que Sombra lo recordara. Y si lo hacía, ¿era algo bueno? ¿Vería a Daniel como un amigo? ¿O como una amenaza que le había robado a su verdadera familia?
Daniel tragó saliva. Tenía dos opciones: mantenerse firme o huir. Huir no parecía una buena opción. Los lobos no perseguían por deporte, sino para matar. Si huía, la manada de Sombra lo despedazaría antes de que diera diez pasos.
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Lentamente, Daniel movió su pie hacia adelante en la nieve. La manada se tensó. Los músculos se tensaron, las patas se clavaron en el hielo. Un movimiento en falso, y estarían sobre él. Pero Sombra-Sombra no se movió. Se limitó a observar cómo Daniel avanzaba con cautela.
Daniel mantenía las manos abiertas, con las palmas hacia abajo, un signo universal de paz, de sumisión. No tenía armas, no había desafío en su postura. Si quería salir con vida, tenía que convencerlos de que no era una amenaza.
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Pero entonces, las orejas de Sombra se agitaron. Su cabeza se giró ligeramente hacia uno de los lobos que flanqueaban a Daniel. Un lobo con cicatrices en el hocico, ojos llenos de odio. En el momento en que Daniel lo miró, lo supo. No todos ellos estaban de acuerdo con la moderación de Sombra.
El lobo con cicatrices se abalanzó. Daniel sólo tuvo un instante para reaccionar. Se arrojó hacia atrás, esquivando por poco el chasquido de sus poderosas mandíbulas. La nieve estalló a su alrededor cuando cayó al suelo, con un dolor que le recorrió la columna vertebral.
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El resto de la manada se movió hacia delante, agitada, lista para atacar. Un solo error y lo destrozarían. Luchó por mantener el equilibrio, con el corazón latiéndole con fuerza, pero el lobo con cicatrices ya estaba dando la vuelta, gruñendo, preparándose para otro ataque.
Un gruñido despiadado surcó el aire: ¡era Sombra! El lobo alfa se movió como un rayo y se abalanzó sobre el lobo atacante antes de que pudiera alcanzar a Daniel. Los dos lobos chocaron con una fuerza brutal, rodando por la nieve y chasqueando los colmillos.
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Daniel se quedó sin aliento. Sombra lo estaba protegiendo. ¿Significaba eso que se acordaba de Daniel? La manada vaciló, insegura. Por primera vez, Daniel vio un destello de duda en sus ojos. Sin embargo, su líder había tomado una decisión.
La lucha había terminado en segundos. Sombra no mató al otro lobo, no tuvo que hacerlo. Un salvaje mordisco en el cuello hizo que el lobo con cicatrices se desplomara, con la cola metida entre las patas. No volvería a desafiarlo.
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La manada lo entendió. No habría muerte esta noche. La tensión en el aire cambió. Algunos lobos giraron la cabeza. Otros bajaron la cola en señal de aceptación silenciosa. La decisión de Sombra era absoluta.
Daniel se quedó helado, con el pulso acelerado. ¿Sombra acababa de salvarle la vida? El lobo se volvió hacia él, sus ojos se encontraron una vez más. Algo pasó entre ellos, un entendimiento, una mirada que parecía parpadear con el recuerdo del pasado.
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Pero fue fugaz. Sombra exhaló por lo bajo, se dio la vuelta y caminó hacia su manada. ¿Era eso? ¿Se había salvado? ¿O simplemente el lobo había decidido que no valía la pena matarlo?
La tormenta había amainado y el viento se había convertido en un susurro. Daniel sabía que tenía que irse mientras pudiera. La manada no esperaría eternamente. Le habían dado una oportunidad, pero no sabía por qué
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Cuando dio un paso atrás, la mirada de Sombra permaneció fija en él, ilegible. Daniel no estaba seguro de si acababa de ser salvado por un viejo amigo… o si se trataba de una bendición divina. En cualquier caso, sabía una cosa: tenía que salir de allí lo antes posible.
La tormenta había empezado a amainar, y el viento había pasado de un violento aullido a un susurro. Daniel dio pasos apresurados hacia el valle. Se volvió y vio a la manada inmóvil, con los ojos fijos en Daniel, como si esperaran algo.
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Daniel dio otro paso cauteloso, con el cuerpo tenso. Ya no estaba en peligro inmediato, pero la quietud de la manada le parecía antinatural. Era como si estuvieran escuchando, esperando algo más. Una extraña inquietud le recorrió la espalda. Algo no iba bien.
Un profundo estruendo vibró a través de la tierra helada, tan bajo que al principio Daniel pensó que se lo había imaginado. Entonces vio cómo los lobos aguzaban las orejas, cómo sus cuerpos se tensaban y cómo no le miraban a él, sino a algo más allá de los árboles.
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Daniel sintió que la nieve se movía entre sus botas y se le retorció el estómago. No era el viento. No era su propio cansancio jugándole una mala pasada. El suelo era inestable. Un grito de advertencia de uno de los lobos surcó el aire, justo cuando el primer crujido resonó en las montañas.
Daniel giró hacia la fuente del sonido. La cresta sobre ellos -una formación imponente de nieve y hielo- se estaba rompiendo. Una enorme grieta la atravesó, astillándose como el cristal. Un trozo de hielo se desprendió. Se le heló la sangre. ¡Una avalancha!
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Sombra emitió un ladrido agudo, un sonido que Daniel nunca había oído: una orden, una advertencia. La manada salió disparada al instante, desapareciendo en el bosque. Daniel no tenía esa opción. Estaba demasiado cerca del colapso. Daniel no tenía fuerzas para escapar de una avalancha.
El primer trozo de hielo se desplomó, destruyendo la ladera justo encima de él. La nieve y los escombros estallaron en un estruendo ensordecedor. Daniel hizo todo lo posible por avanzar. Le ardían las piernas, respiraba entrecortadamente, pero la avalancha era más rápida.
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Daniel no tardó en tropezar y caer de bruces en la nieve helada. El viento se le fue de los pulmones. Era el momento. Este era el momento en que iba a morir. El trueno blanco venía rugiendo hacia él, imparable. Estaba a punto de ser enterrado vivo.
De repente, una fuerza le golpeó el costado. Daniel no tuvo tiempo de reaccionar antes de ser arrancado del suelo y arrastrado lateralmente hacia los árboles. El mundo se inclinó, la vista le daba vueltas y el estruendo de la avalancha era ensordecedor. Su hombro chocó contra algo sólido: una roca, un árbol, no estaba seguro.
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Cuando por fin el mundo se asentó, sólo oía su propia respiración. La avalancha había pasado. Y Sombra estaba de pie junto a él. Daniel jadeó, le dolía el cuerpo. Sus manos arañaban la nieve, luchando por levantarse. Sombra permanecía inmóvil a su lado, con el aliento visible en el aire frío.
Había abordado a Daniel y lo había arrastrado lejos de la trayectoria directa de la avalancha. El lobo lo había salvado. Otra vez. La comprensión le golpeó como un martillo en el pecho. A pesar de todo -los años de diferencia, la brecha entre sus mundos-, Sombra aún lo recordaba
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Durante un largo momento, ninguno de los dos se movió. El único sonido era el susurro del viento entre los pinos, que se llevaba los últimos restos de la tormenta. Los ojos dorados de Sombra se encontraron con los suyos, ilegibles pero llenos de algo intenso, algo no dicho.
Daniel quiso decir algo. Pero las palabras carecían de sentido. Los lobos no necesitaban palabras. En lugar de eso, extendió el brazo, intentando tocarle el hocico. Pero entonces, antes de que Daniel pudiera tocarlo, Sombra se apartó.
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Miró hacia el bosque, donde el resto de la manada permanecía oculta, mirando a los dos como espectros silenciosos desde los árboles. Ya no veían a Daniel como una amenaza. Simplemente esperaban el siguiente movimiento de Sombra.
Sombra miró a Daniel a los ojos por última vez como si se estuviera despidiendo. Luego, con un movimiento de la cola, desapareció en el bosque y la manada lo siguió sin vacilar. Daniel no gritó. No se movió. Se limitó a observar hasta que el último rastro de ellos desapareció en la naturaleza.
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Por primera vez en mucho tiempo, Daniel se sintió en paz. Cerró los ojos un momento, dejando que el sonido del aullido se instalara en lo más profundo de su ser. Había venido aquí en busca de algo: respuestas, un cierre, tal vez incluso de sí mismo. Y de la forma menos probable, lo había encontrado.
Cuando se volvió hacia el valle, el cielo empezó a despejarse. La tormenta se había ido, el mundo en silencio, intacto una vez más. La naturaleza le había dejado marchar. Pero siempre permanecería dentro de él, no como un recuerdo, sino como parte de lo que era.
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Cuando se giró para echar un último vistazo, un aullido lejano resonó en el aire. Fuerte, inquebrantable, llevado por el viento. Daniel sonrió, con el aliento entrecortado por el frío. Sombra seguía ahí fuera, corriendo libre y salvaje. Y, de algún modo, sabía que ambos estaban exactamente donde debían estar.