Jacob se encorvó sobre la pantalla, con la mandíbula tensa por la determinación. Tenía que tener razón. Los indicios, las coincidencias, todo era demasiado para descartarlo. Su dron sobrevolaba el denso bosque y la pantalla no mostraba más que un interminable mar de árboles. La duda le corroía. ¿Había estado persiguiendo fantasmas?
Entonces… movimiento. Su respiración se entrecorta cuando algo parpadea en el monitor. Con el corazón palpitante, acercó la imagen y sus dedos temblaron ligeramente. Ahí estaba. Una prueba fría e innegable. Sintió un gran alivio, pero fue efímero. Algo iba mal. La imagen se hizo más nítida, revelando un detalle escalofriante que no esperaba.
A Jacob se le retorció el estómago. Su triunfo se convirtió en pavor al procesar lo que estaba viendo. Los latidos de su corazón rugieron en sus oídos y un sudor frío le recorrió la piel. Esto no era sólo una prueba de que tenía razón, era algo mucho, mucho peor.
Jacob estaba sentado rígidamente en la sala de espera de la comisaría, con los dedos tamborileando ansiosamente contra su cuaderno. Los minutos se hacían insoportablemente largos, el aire estaba cargado de un hedor a café viejo e indiferencia. Llevaba más de media hora esperando, viendo pasar a los agentes como si fuera invisible. A nadie le importaba. Nadie le creía.
Rechinando los dientes, se levantó y se dirigió a la recepción. “Oiga”, dijo, intentando que la frustración no se reflejara en su voz. “¿Podría escuchar lo que tengo que decir? Escribe mi informe” El pulso le latía con fuerza en los oídos, pero se obligó a mantener la compostura.
El agente soltó un suspiro lento y cansado, y finalmente miró a Jacob con ojos cansados. “Escucha, chaval”, dijo, con voz llana. “¿Sabes cuántas historias descabelladas oímos todos los días? Si tuviera que hacer un informe por cada ‘sombra en el bosque’ o ‘figura misteriosa’, no tendríamos tiempo para crímenes reales. Tráeme algo sólido, quizá alguien te tome en serio”
Jacob tragó saliva y se dejó caer en la silla. Las palabras le golpearon más fuerte de lo que esperaba. No tenía pruebas, sólo su instinto, sus investigaciones y la innegable certeza de que no se equivocaba. Apretó los puños. Había visto lo que había visto. Y si nadie más le creía, tendría que demostrarlo él mismo.
Jacob suspiró y se pasó una mano por el pelo antes de levantarse de la silla. Las palabras del agente seguían resonando en su cabeza mientras salía de la comisaría. Subió a su coche y cerró la puerta de un portazo. El motor rugió y salió a la carretera vacía, con la mente acelerada.
Glendale era una ciudad pequeña y montañosa, donde el bosque no era sólo un paisaje, sino una forma de vida. Jacob había crecido rodeado de árboles y sus padres eran guardabosques. Conocía cada sendero oculto, cada susurro del viento. Ahora, por primera vez, el bosque le resultaba desconocido. Algo iba mal.
Sus dedos se tensaron sobre el volante mientras su mente se remontaba a un mes atrás. Aquella mañana se había topado con una cámara de vigilancia rota durante su recorrido rutinario. La carcasa estaba agrietada y la lente hecha añicos. Frunció el ceño, pero se encogió de hombros pensando que la había tirado un animal. Había sido un ingenuo.
Pero no había sido algo aislado. Durante los días siguientes, observó señales inusuales: maleza arrugada, campamentos improvisados ocultos bajo el follaje, colillas esparcidas por el suelo. Supuso que habían sido abandonadas por excursionistas descuidados, pero algo no encajaba. La sensación de inquietud empezó a crecer.
Entonces encontró el cadáver. No eran los restos de un animal capturado por un depredador; Jacob había visto lo suficiente en la naturaleza para reconocerlo. Las heridas eran demasiado precisas, antinaturales. El cuerpo había sido abandonado, no consumido. Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo siniestro estaba ocurriendo en el bosque.
La confirmación final llegó cuando oyó el sonido. Un lamento agudo y agónico atravesó los árboles durante una de sus carreras matutinas. No parecía natural en absoluto. Era desesperado, doloroso. Su corazón latía con fuerza mientras seguía el sonido, pero cuando llegó, el silencio se había apoderado de él.
Jacob había ido directamente a los guardas forestales, contándoles todo: la cámara rota, el cadáver, los ruidos extraños. Esperaba que se preocuparan, que le urgieran. En lugar de eso, le despidieron. “Probablemente sea un cazador de paso”, dijo uno. Otro se rió: “Pasas demasiado tiempo en el bosque, Jacob”
Ahora, mientras conducía junto a los imponentes árboles, la frustración le hervía bajo la piel. Sabía lo que había visto. Conocía las señales. Si nadie se lo tomaba en serio, no tenía otra opción: volvería al bosque. Y esta vez, no se iría sin pruebas.
Desde aquel día, Jacob había vuelto a la comisaría con regularidad, con la esperanza de que alguien le escuchara por fin. Pero en todas las ocasiones le lanzaban miradas desdeñosas, asentían con la cabeza y se negaban cortésmente. Para ellos, no era más que otro periodista luchador en busca de una historia sensacionalista. Pero no lo hacía por eso.
El bosque era su hogar. Tras la muerte de sus padres, era lo único que le quedaba de su infancia, el único lugar donde aún se sentía unido a ellos. Ver cómo su silencio se llenaba de sufrimiento, era insoportable. No perseguía una primicia: intentaba proteger lo que más le importaba.
Esa noche, Jacob se quedó despierto, mirando al techo, con la mente agitada. Necesitaba pruebas, algo innegable. ¿Pero cómo? Sus teorías no eran suficientes. Tenía que encontrar pruebas. Repitió una y otra vez todo lo que había visto, cada señal, cada sonido, buscando la forma de que alguien le creyera.
A la mañana siguiente, desesperado, volvió al bosque. Volvió sobre sus pasos, visitando todos los lugares donde había encontrado signos de intrusión. Pero era como si el bosque hubiera borrado las pruebas. Los campamentos habían desaparecido. El cadáver había desaparecido. Era como si nunca hubiera pasado nada.
La frustración le arañaba el pecho. Todas las pistas se habían desvanecido y, sin pruebas, no era más que otro paranoico despotricando sobre sombras en el bosque. Necesitaba algo tangible, algo irrefutable. Y entonces, como un rayo, se le ocurrió la idea: necesitaba un dron.
Jacob se apresuró a entrar en la ciudad, dirigiéndose directamente a la tienda de caza. Vació sus ahorros en el mejor modelo que podía permitirse, una cámara de alta resolución unida a un armazón elegante y ligero. Ya estaba. Así lo demostraría todo.
La emoción se apoderó de él cuando preparó el dron para su primer vuelo. Miró la pantalla con expectación: el aparato se elevaba por encima de las copas de los árboles, ofreciéndole una perspectiva que nunca antes había tenido. Pero a medida que escaneaba las imágenes, su entusiasmo disminuía. No había nada, sólo un sinfín de árboles y vida salvaje que seguían su día a día.
Durante días repitió el proceso, enviando el dron a diferentes partes del bosque, observando cada sombra, cada movimiento. Pero los resultados eran siempre los mismos. Árboles. Pájaros. Un ciervo errante. Nada sospechoso. Su frustración aumentó. Cambió de lugar, modificó las rutas de vuelo, pero las imágenes seguían siendo las mismas. Cuanto más tiempo buscaba, más tonto se sentía.
Su paciencia empezó a agotarse. Repasó las imágenes por la noche, con los ojos ardiendo de mirar la pantalla durante horas. ¿Se había convencido a sí mismo de algo que no existía? Cada día que pasaba sin resultados iba minando su certeza. Se le acababa el tiempo y la esperanza.
Entonces, una mañana, dudó antes de lanzar el dron. Tal vez fuera inútil. Quizá había perdido semanas persiguiendo a un fantasma. Pero apartó esas dudas y lanzó el aparato. Un último intento. Una última oportunidad.
Al principio, era como cualquier otro día. Los árboles se extendían sin fin, el bosque imperturbable. Suspiró, frotándose los ojos cansados. Pero entonces, algo parpadeó en la pantalla. Su respiración se entrecorta. Acercó el zoom, con el corazón latiéndole con fuerza. Allí había algo. Algo que no le pertenecía.
Su pulso se aceleró mientras ajustaba la cámara, intentando obtener una visión más clara. Las sombras se movían bajo los árboles, el movimiento apenas perceptible. Y entonces, por primera vez en semanas, Jacob sintió esa aguda e inconfundible sacudida de certeza.
El corazón de Jacob latía con fuerza cuando por fin tuvo lo que necesitaba: una prueba. Allí estaba, un pequeño campamento oculto bajo el espeso dosel, confirmando que había gente moviéndose por el bosque. Sintió un gran alivio, pero fue efímero. Algo le corroyó las entrañas mientras se acercaba más.
Extasiado, se inclinó hacia la pantalla. Era la prueba irrefutable. Pero al enfocar la imagen, su entusiasmo se convirtió en horror. Un poco más allá del campamento, un alce yacía tendido en el suelo del bosque. Su enorme cuerpo apenas se movía, su respiración era lenta y entrecortada.
Jacob tragó saliva y se le hizo un nudo en la garganta. Maniobró el dron y lo acercó para verlo mejor. La pata del alce tenía un corte profundo, fresco y dentado. Había quedado atrapada en algo, tal vez un cepo. Se le revolvió el estómago al verlo.
Su primer instinto fue documentarlo todo. Ajustó la cámara del dron, asegurándose de obtener la imagen más nítida posible. Tenía que mostrar a los guardabosques una prueba irrefutable. Esto era lo que necesitaba, esto haría que le creyeran. Pero cuando el dron se acercaba, el alce se agitó y abrió los ojos.
En un instante, el animal se volvió loco. Con una repentina y desesperada explosión de energía, se agitó, levantando tierra y hojas. Jacob apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la enorme cornamenta se balanceara violentamente. De un potente golpe, el alce lanzó el dron en espiral. La pantalla de Jacob parpadeó y luego se apagó. La estática zumbó en sus oídos.
Se incorporó de golpe y respiró entrecortadamente. Su única prueba había desaparecido. El alce estaba sufriendo, y ahora, si acudía a los guardabosques con nada más que su palabra, volverían a despedirlo. Pero no podía dejarlo ahí. La herida era grave, y el animal no sobreviviría mucho tiempo sin ayuda.
Jacob apretó la mandíbula, dividido entre la lógica y el instinto. Podía volver al pueblo, intentar convencer a los guardabosques sin imágenes, pero no le creerían. También podría intentar volar otro dron, pero eso le llevaría demasiado tiempo. El alce necesitaba ayuda ahora. Cada segundo contaba.
Su decisión se consolidó. Cogió su cámara digital y un botiquín, lo metió en la mochila y se calzó las botas. Iba a adentrarse en el bosque. Se acabaron las esperas y las dudas. No iba a esperar a que la gente le creyera, iría a salvar al alce él mismo.
Jacob desplegó el mapa sobre una roca, sus dedos trazaron el lugar donde había volado el dron por última vez. El campamento estaba enclavado en lo más profundo del bosque, en un lugar al que nunca se había aventurado. Se le hizo un nudo en el estómago. Sabía que no se trataba sólo de una historia: era real, urgente. Tenía que actuar ya.
“He visto algo en el bosque. Voy a investigar. Llama a la policía si no respondo antes del anochecer” Sus dedos se cernían sobre el botón de enviar, una guerra se libraba en su interior. ¿Era una imprudencia? ¿Una estupidez? Se le revolvieron las tripas de miedo, pero pulsó el botón de envío de todos modos. Alguien tenía que saberlo, por si acaso no regresaba.
Activó la localización de su teléfono, se colgó la mochila al hombro y se adentró en el bosque. El bosque se lo tragó al instante. Cada sombra le parecía una amenaza. El corazón le latía con violencia y cada paso le parecía más pesado que el anterior. No estaba seguro de si estaba siendo valiente o caminando directamente hacia el peligro.
La duda ensombrecía sus bravuconadas. Era un periodista, no un héroe. ¿Y si se perdía? ¿Y si no podía ayudar al alce? Peor aún: ¿y si quien había montado aquel campamento seguía allí? Le temblaban las manos, pero la determinación se imponía al miedo. Tenía que seguir adelante.
El suelo del bosque era traicionero, las raíces se retorcían bajo sus pies como trampas. Tropezó más de una vez, con la respiración agitada mientras avanzaba. Cuanto más se adentraba, más sofocante se volvía el silencio. No era sólo silencio, era antinatural, como si el propio bosque contuviera la respiración.
Volvió a consultar el mapa. Seguía en la dirección correcta, pero la opresiva quietud le carcomía. Cada crujido de una ramita le aceleraba el pulso. Los árboles se alzaban más altos y sus densas ramas bloqueaban las últimas briznas de luz. Era un terreno desconocido. Y estaba completamente solo.
Justo cuando la duda empezaba a asomar de nuevo, un gruñido bajo y gutural rompió el silencio. Jacob se paralizó. La respiración se le entrecortó en la garganta. Giró la cabeza lentamente, escudriñando la espesa maleza, con el corazón martilleándole contra las costillas. Entonces, otro sonido. Más cercano. Más agitado. Sus manos se cerraron en puños.
Tragándose el nudo de miedo que tenía en la garganta, se acercó al sonido con el cuerpo tenso. La maleza se espesó, las ramas le arañaron la ropa y el olor a tierra húmeda le llenó los pulmones. Entonces, entre la maraña de hojas y sombras, lo vio. El campamento estaba en ruinas. Y junto a él, inmóvil, estaba el alce. Su pecho subía y bajaba en respiraciones irregulares y agitadas.
Jacob se quedó sin aliento al ver la enorme criatura que tenía delante. Había visto alces antes, pero nunca tan de cerca. Su tamaño era asombroso. Allí tumbado, herido y vulnerable, seguía irradiando poder. Un profundo y temeroso respeto se instaló en su pecho.
El alce emitió un gemido débil y lastimero, y su respiración entrecortada se agitó en su enorme cuerpo. El corazón de Jacob se encogió al oírlo. Estaba agonizando, completamente indefenso. Tragó saliva y se obligó a superar el miedo. Tenía que ayudar. Aquí no había nadie más.
Sus ojos se posaron en la pata trasera del animal, donde una rudimentaria trampa de alambre de espino había cortado profundamente su carne. La sangre se adhería al metal y manchaba el suelo. A Jacob se le revolvió el estómago de rabia. Alguien lo había hecho. Alguien lo había abandonado a su suerte.
Avanzó lentamente y susurró con voz tranquilizadora, tratando de que su presencia no resultara amenazadora. Los ojos oscuros del alce se clavaron en él, abiertos e inseguros. Se arrodilló con las manos temblorosas y empezó a cortar con cuidado el alambre que rodeaba la pata.
El alce no se movía, sólo le miraba fijamente, con la mirada cargada de dolor y silenciosa desesperación. Los dedos de Jacob trabajaron rápido pero con suavidad, separando el metal de la carne herida. Los profundos cortes que quedaban le revolvieron el estómago, pero al menos lo peor ya había pasado. La trampa había desaparecido.
Metió la mano en la mochila y sacó el botiquín. No era veterinario, pero había visto a su madre atender a animales heridos suficientes veces como para saber qué hacer. Con cuidado, limpió la herida, haciendo una mueca cuando el alce se estremeció de dolor, y luego la envolvió firmemente con una gasa.
Cuando terminó, vaciló observando al alce. Estaba débil, tembloroso, pero ya no sangraba. Lentamente, estiró el cuello hacia delante y le lamió la mano, un gesto cálido y áspero que le hizo sentir un nudo en la garganta. Como si le estuviera dando las gracias.
Jacob dejó escapar un suspiro tembloroso y dirigió su atención al campamento en ruinas. La cremallera de la tienda estaba rota, la hoguera desparramada como si alguien se hubiera marchado con prisas. Sacó la cámara y sacó una foto tras otra. Si los guardas no le habían creído antes, ahora lo harían.
Jacob se concentró en su cámara, capturando cada detalle del camping destrozado. La tienda rota, la hoguera desparramada… todo eran pruebas. Había venido aquí para esto, para obtener pruebas. Pero entonces, detrás de él, un resoplido profundo y desgarrado le hizo respirar entrecortadamente. Se giró bruscamente, con el corazón martilleándole. El alce intentaba levantarse.
Observó, paralizado, cómo la enorme criatura se esforzaba, con su enorme cuerpo temblando por el esfuerzo. Cada músculo de su cuerpo temblaba por el esfuerzo. Emitió un gruñido bajo y dolorido, con la respiración agitada y entrecortada. Tras varios momentos de agonía, por fin se levantó, balanceándose ligeramente pero erguida. A Jacob le latía el pulso en los oídos. ¿Por qué se esforzaba tanto?
El alce se quedó quieto y sus grandes ojos oscuros se clavaron en los de Jacob. Había algo intenso, casi urgente, en su mirada. Entonces, sin previo aviso, dio unos pasos tambaleantes hacia los árboles. Jacob se tensó, confuso. El alce se volvió hacia él, con las fosas nasales abiertas y las orejas agitadas. Le estaba esperando.
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Jacob. ¿Le estaba llamando? El alce movió la cornamenta hacia el denso bosque, con un movimiento lento y deliberado. Luego volvió a hacerlo: avanzó, se detuvo y miró hacia atrás. Se dio cuenta como si fuera una descarga eléctrica. No sólo se estaba moviendo, sino que quería que él la siguiera.
Se le cortó la respiración. Esto no formaba parte del plan. Había venido aquí para ayudar, para reunir pruebas y salir antes del anochecer. Pero el cielo ya estaba amoratado por el crepúsculo, y el bosque parecía imposiblemente oscuro. Adentrarse ahora, solo y desarmado, era como caer en una trampa.
Pero entonces volvió a mirar a los ojos del alce. No sólo estaban desesperados, sino que tenían miedo. Algo ahí fuera había aterrorizado a esta criatura. No sólo le pedía que le siguiera, se lo suplicaba. El peso de esa comprensión se asentó pesadamente en el pecho de Jacob, agitando algo muy dentro de él.
Una fuerte ráfaga de viento agitó los árboles, haciendo que las ramas gimieran como si estuvieran vivas. Jacob apretó la mandíbula, todos sus instintos le gritaban que diera media vuelta. Apretó los dedos alrededor de la cámara y dio un vacilante paso adelante, tanteando el momento. El alce se quedó quieto, observándole, con las orejas agitadas. Luego, como si estuviera satisfecho, se dio la vuelta y se adentró en el bosque.
Jacob se tragó el miedo que le subía por la garganta. La piel se le erizó al forzar el movimiento de las piernas. Cada nervio de su cuerpo le gritaba que se detuviera, que diera media vuelta mientras pudiera. Pero sus pies siguieron avanzando, atraídos por algo más grande que la lógica. No podía ignorarlo.
El alce cojeaba, su cuerpo se balanceaba a cada paso, pero seguía adelante, decidido. Jacob lo siguió con cautela, con las manos cerradas en puños. Los gruñidos de dolor de la criatura le oprimían el pecho, pero no se atrevía a hablar.
El bosque se espesaba a su alrededor y el aire se volvía denso con los sonidos de criaturas invisibles. El susurro ocasional de las hojas, el chasquido lejano de una rama… A Jacob se le erizó la piel. El bosque, que antes le resultaba familiar, se sentía extraño, lleno de ojos invisibles. Cada paso le aceleraba el pulso.
Llevaban mucho rato caminando, más de lo que Jacob había previsto. Le dolían las piernas y la duda le corroía. Se reprendió a sí mismo por haber seguido a un animal herido hasta tan adentro. Debería haberse marchado, haber ido a ver a los guardabosques y dejar que ellos se ocuparan del resto. Pero no lo hizo.
Miró al alce cojeando, con la respiración agitada empañándose en el aire fresco del atardecer. Estaba exhausto, pero no se detuvo. Algo lo empujaba hacia delante, algo urgente. Jacob exhaló con fuerza. No podía abandonarlo ahora.
Templando los nervios, siguió avanzando, igualando el paso lento pero persistente del alce. La maleza le enganchaba la ropa, las ramas bajas le arañaban los brazos, pero no se detuvo. Había llegado hasta aquí. El alce había confiado en él. Se lo debía a ambos.
Después de lo que parecieron horas, el alce finalmente se detuvo. Su enorme cuerpo temblaba por el esfuerzo y se detuvo cerca de una imponente formación rocosa, con la respiración entrecortada. Jacob se detuvo detrás de la roca, con el pulso errático.
Avanzó con cautela y echó un vistazo alrededor de la roca. Su respiración se entrecorta. Más allá del claro había una enorme instalación industrial, más grande de lo que había imaginado. Unos focos cegadores iluminaban la zona y proyectaban sombras espeluznantes sobre los árboles. Los hombres se movían con armas de fuego y maquinaria pesada.
Se le revolvió el estómago. Esperaba que hubiera madereros ilegales o intrusos. Pero aquello era una operación. Grandes pozos de excavación marcaban el suelo del bosque y sus profundidades desaparecían en la oscuridad. Cintas transportadoras llevaban trozos de roca y tierra hacia los camiones que esperaban. Le temblaron las manos al darse cuenta de la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
El horror de Jacob aumentó. El bosque no sólo estaba siendo perturbado: estaba siendo destripado. Los trabajadores se movieron rápidamente, cargando la mercancía con urgencia. No se trataba de una destrucción imprudente. Era deliberada, metódica. Se había topado con algo mucho más grande de lo que había previsto.
Jacob estiró el cuello y avanzó para ver mejor el lugar. Su corazón latía con fuerza mientras intentaba captar todos los detalles. Pero al mover el peso, su pie resbaló. El barro que había bajo la roca era resbaladizo y, antes de que pudiera recuperarse, resbaló y cayó con un fuerte golpe.
El tintineo de la maquinaria se detuvo. Los focos zumbaron en el repentino silencio. A Jacob se le cortó la respiración cuando levantó la vista. Los trabajadores se volvieron hacia el ruido, con expresión de sospecha. Uno de ellos, un hombre corpulento de barba espesa, sonrió satisfecho. “Vaya, vaya”, dijo. “¿Qué tenemos aquí?
El miedo de Jacob se disparó, pero la rabia se apoderó de él con la misma rapidez. Sus manos se cerraron en puños mientras se levantaba. “¿Cómo has podido hacer esto? Le temblaba la voz, pero su furia era inconfundible. “¿Cómo habéis podido destruir así el bosque?” Los mineros sólo rieron, con un sonido hueco y despreocupado.
Dos de ellos se dirigieron hacia él. Los músculos de Jacob se trabaron de terror cuando se acercaron y sus botas crujieron contra la tierra. Su mente le gritaba que corriera, pero sus piernas se negaban a moverse. Justo cuando sus manos lo alcanzaban, un rugido profundo y gutural rompió el aire.
El alce. Dio un pisotón hacia delante, con los orificios nasales encendidos y su enorme cornamenta bajando en señal de advertencia. Los hombres se detuvieron en seco, sin confianza en sí mismos. Uno de ellos maldijo en voz baja y retrocedió. Pero el líder, imperturbable, se giró bruscamente y ladró: “Coge el rifle. Ahora mismo”
A Jacob se le cayó el estómago. El pulso le rugía en los oídos. Si acababan con el alce, no le quedaba nada para protegerse. Intentó pensar, planear, pero el pánico nubló sus pensamientos. Había llegado el momento. Había llegado tan lejos, pero iba a fracasar. Nunca sería capaz de exponer la verdad.
Entonces, por encima del fuerte latido de su corazón, surgió otro sonido. Ladridos. Los ladridos profundos y agudos de los perros policía. Y luego, motores. Los faros se abrieron paso entre los árboles y sus rayos atravesaron el oscuro lugar. Los neumáticos patinaron sobre la tierra. Los guardas estaban aquí.
Los trabajadores se sobresaltaron. “¡Vamos!”, gritó uno de ellos, empujando a los demás. Se desató el caos. Los hombres salieron corriendo en todas direcciones. Pero no había adonde ir. La policía ya se estaba acercando, gritando órdenes y con las armas desenfundadas. Los mineros ilegales no llegaron lejos.
Jacob cayó de rodillas, con la respiración entrecortada. Su cuerpo se estremeció, el peso de todo se le vino encima a la vez. Las botas golpeaban el suelo y una voz familiar lo llamó por su nombre. Levantó la vista, aturdido, mientras su mejor amigo salía de uno de los coches guardabosques.
Jacob soltó una carcajada ahogada cuando lo pusieron en pie. El alivio, la gratitud y el cansancio lo inundaron todo a la vez. Dejó escapar una risita ahogada y abrazó a su amigo con fuerza, asimilando la realidad de su supervivencia. La pesadilla había terminado. Había salvado el bosque
En los días siguientes, se evaluaron los daños sufridos por el bosque y se clausuró la explotación de forma permanente. La explotación minera ilegal fue desmantelada y la valentía de Jacob no pasó desapercibida. El ayuntamiento le concedió un premio, símbolo de su valor y determinación inquebrantables. Sus esfuerzos demostraron que una sola voz podía marcar la diferencia.
Su historia se difundió más allá de Glendale y atrajo la atención nacional. Los periodistas acudieron en masa a entrevistarle, deseosos de relatar la angustiosa historia del periodista solitario que descubrió un oscuro secreto enterrado en las profundidades del bosque. Pero a pesar de la nueva fama, Jacob seguía siendo humilde: nunca lo había hecho por reconocimiento. Lo había hecho por el bosque.
Una tarde, cuando el sol se ocultaba tras los árboles, Jacob se detuvo en la linde del bosque y aspiró el aire fresco. El bosque susurraba a su alrededor, vivo y próspero una vez más. Un susurro en la maleza le hizo volverse y, por un instante, juró ver una silueta familiar, un guiño silencioso del bosque que había luchado por proteger.