John Forrester siempre había sido un hombre de negocios de éxito, admirado por su mente aguda y sus agudos instintos. Pero desde el accidente de coche que le dejó ciego, su mundo se había empequeñecido, dependiendo de su mujer, Natalie, como apoyo.
Al principio, Natalie se mostró atenta, ayudándole a adaptarse a la oscuridad que se había apoderado de su vida. Sin embargo, con el paso del tiempo, su comportamiento cambió. Se volvió distante, su presencia era más esporádica y su humor, antes predecible, se volvió errático.
John supuso que se debía a la tensión de su enfermedad: la ceguera había supuesto una inmensa carga para su matrimonio. Pero algo más profundo le corroía, un malestar silencioso del que no podía deshacerse.
Todo cambió una mañana en la que John se despertó en la oscuridad familiar, pero notó algo diferente. Al parpadear, empezaron a materializarse formas tenues, contornos borrosos de muebles que antes no estaban allí.
Poco a poco iba recuperando la visión. Sobrecogido por la incredulidad, John estuvo a punto de llamar a Natalie, deseoso de compartir el milagro con ella. Pero cuando estaba a punto de levantarse de la cama, oyó su voz en el piso de abajo.
Era baja, tensa. “No, te veré más tarde”, susurró ella, sus palabras apenas audibles pero suficientes para detener a John en seco. Había algo raro, algo en su tono que le hizo detenerse.
John no estaba acostumbrado a esto. La casa le parecía diferente, casi extraña, como si se hubiera transformado mientras él permanecía a oscuras. La luz que inundaba las ventanas le parecía un recuerdo lejano, una luminosidad que sólo podía recordar en pensamientos fragmentados.
El olor a café recién hecho que salía de la cocina lo tranquilizó momentáneamente, pero estaba teñido de algo desconocido. Natalie había empezado a usar una mezcla diferente, que parecía cambiar tan a menudo como su estado de ánimo.
Notó cambios sutiles en la casa: decoraciones nuevas, olores frescos y rastros persistentes de un perfume desconocido. Todo ello contribuía a crear una atmósfera extraña, un recordatorio de que su mundo estaba cambiando de un modo que no podía comprender del todo.
Era una experiencia desorientadora, que le hacía ser muy consciente de sus limitaciones, pero en el fondo anhelaba recuperar la sensación de seguridad que había perdido en la oscuridad. Una noche, la mano de Natalie le rozó la cara en un raro momento de afecto, y su voz se suavizó al susurrar: “Me estás mirando”
Se le aceleró el corazón. Sus ojos se habían encontrado instintivamente con los de ella y, por primera vez, John se preguntó si ella sospechaba que él podía volver a ver. “Eh… sólo memoria muscular”, balbuceó, poniéndose rápidamente de lado y fingiendo buscar a tientas la almohada.
Natalie soltó una risita soñolienta, creyéndose la excusa, pero a John se le aceleró el corazón. La ironía del asunto casi le hizo reír a carcajadas: tenía más miedo de que ella descubriera que podía ver que de lo que nunca había tenido de su ceguera.
Natalie nunca había sido de las que se quedaban hasta tarde, pero ahora volvía a casa con frecuencia mucho después de la puesta de sol. Cuando John le preguntaba, ella alegaba que estaba poniéndose al día con sus amigos o trabajando horas extras.
John fruncía el ceño tratando de conciliar su comportamiento con el de la mujer que conocía. Una noche, Natalie llegó a casa más tarde de lo habitual y, fingiendo dormir, John la escuchó atentamente mientras se deslizaba hasta el dormitorio.
Un día, mientras organizaba sus estanterías, la sorprendió mirándolo desde el otro lado de la habitación con una sonrisa burlona en la cara. Se le aceleró el corazón: ¿le había descubierto? Revolvió la pila de libros y vio cómo caían al suelo.
“¿Necesitas ayuda?”, preguntó ella, con una risa bailando en su voz. Él la despidió rápidamente con un gesto despreocupado, sintiendo cómo el rubor de la vergüenza subía a sus mejillas. Sin embargo, aquel intercambio juguetón no hizo sino intensificar su paranoia, convenciéndole de que Natalie le estaba poniendo a prueba.
Le picaba la curiosidad, pero su mente estaba demasiado nublada por la incertidumbre como para sacar conclusiones precipitadas. En los días siguientes, John empezó a notar más peculiaridades. Las llamadas de Natalie se hicieron frecuentes, siempre a puerta cerrada.
Una noche, la oyó hablar por teléfono en voz baja y apresurada. “Yo me encargo”, dijo ella, casi frenética. “Sólo necesito un poco más de tiempo” La urgencia de su voz despertó su interés, pero se encogió de hombros, suponiendo que estaba tratando algún asunto personal.
Sin embargo, no pudo evitar fijarse en los objetos caros que había por toda la casa y que Natalie nunca había tenido: un bolso de diseño, un par de zapatos nuevos de alta gama e incluso una elegante joya. Todo aquello no encajaba con su carácter práctico.
Sus pensamientos se aceleraron. “Tal vez sólo necesite un poco de espacio”, se tranquilizó. Después de todo, ella había estado a su lado durante todo el proceso: el accidente, la recuperación y los largos meses de adaptación. Quizá sólo necesitaba relajarse.
Entonces, mientras doblaba la ropa -una actividad que Natalie solía encargarse de hacer-, encontró en el bolsillo de su abrigo un recibo de un restaurante de lujo que hacía años que no visitaban. La cita coincidía con una noche en la que ella decía “trabajar hasta tarde”
Cuando él lo mencionó, ella se rió diciendo que había ido a tomar algo con un colega. Aunque el malestar burbujeaba bajo sus palabras, John decidió creerla. La persistente sensación de que algo no iba bien persistía, pero no sabía por qué.
A la mañana siguiente, descubrió en la cómoda una pequeña polvera de maquillaje que estaba seguro que ella no había tenido antes. Era de una marca cara que sólo había visto en anuncios brillantes.
A medida que pasaban las semanas, el ambiente en su casa cambiaba, cargado de una tensión tácita. John se sentía como si buscara respuestas en un laberinto de confusión.
Quería confiar en Natalie, creer en el amor que habían construido juntos. Sin embargo, una sensación de inquietud lo envolvía, instándolo a enfrentarse a las crecientes preguntas que se arremolinaban en su mente. Cada nuevo detalle aumentaba el peso de su incertidumbre.
John se encontraba a menudo ensimismado, reconstruyendo los fragmentos de la vida de Natalie que le resultaban difíciles de comprender. La observaba atentamente, pero seguía convencido de que nunca le traicionaría.
“Probablemente soy yo”, murmuró John, “pensando demasiado las cosas” La idea de que su ceguera pudiera estar volviéndolo demasiado analítico se instaló inquietantemente en su mente. A medida que los días se convertían en semanas, John observaba más cambios en el comportamiento de Natalie.
Pero las sombras de la duda crecían cuando la observaba cada vez más distraída, con el teléfono acaparando a menudo toda su atención. Había momentos en los que la sorprendía desviando la mirada, con una expresión que pasaba de la alegría a la ansiedad, y eso le dejaba pensativo.
Una tarde lluviosa, mientras fingía estar absorto en el sonido de la lluvia, John fue golpeado por un momento de claridad. Natalie volvió corriendo a la casa, pasando apresuradamente junto a él. En ese instante, oyó la voz de un hombre al otro lado de su teléfono.
“Te veré pronto”, susurró en voz baja. El corazón de John se aceleró, pero en lugar de sentir traición, sintió confusión. ¿Quién era esa persona y por qué parecía tan ansiosa? A pesar de sus aprensiones, decidió mantener la confianza y abordar cualquier confrontación con cautela.
La gota que colmó el vaso fue oírla en una conversación acalorada, con un tono cortante e impaciente. “¡Dijiste que sería rápido! No puedo seguir esperando así” Sus palabras le provocaron una mezcla de ansiedad y curiosidad.
John intuía que algo estaba ocurriendo, algo fuera de su alcance, pero no se atrevía a sacar conclusiones precipitadas. La tensión seguía aumentando y John seguía empeñado en descubrir la verdad sin sacar conclusiones precipitadas.
Con cada nuevo acontecimiento, se preguntaba qué significaba todo aquello, si simplemente estaba dejando que su mente vagara por reinos más oscuros. Necesitaba claridad y, aunque sentía el peso de la incertidumbre presionándole, estaba decidido a acercarse a Natalie con franqueza cuando llegara el momento adecuado.
Una tarde, mientras organizaba sus cosas, encontró un pequeño estuche de terciopelo que contenía un bolígrafo de lujo, que reconoció como un artículo caro que había visto en una papelería que habían visitado juntos.
Cuando le preguntó a Natalie por él, su rostro palideció y ella respondió rápidamente que era un regalo promocional de un cliente. No fue hasta una semana después cuando las cosas tomaron un cariz más oscuro. Natalie volvía a salir, vestida mucho mejor que de costumbre: tacones altos, un vestido elegante y más maquillaje del que solía llevar para un día de paseo.
“Volveré dentro de unas horas”, le dijo suavemente mientras le besaba la mejilla. “Sólo voy a coger algunas cosas” “Por supuesto”, respondió John, ocultando el creciente nudo en el estómago. En cuanto ella se fue, John cogió su chaqueta y la siguió.
Esperó unos minutos, con cuidado de no parecer sospechoso, antes de salir por la puerta. Manteniéndose a una distancia prudencial, observó cómo Natalie subía a un coche que se detuvo frente a la casa. El hombre que conducía era alguien a quien John no había visto nunca. Era guapo, vestía elegantemente y era demasiado amistoso con Natalie.
A John se le encogió el corazón al verlos alejarse juntos. Llamó a un taxi, con la mente dándole vueltas a las preguntas. ¿Quién era ese hombre? ¿Adónde iban? La idea de una aventura le retorcía el estómago. Había confiado en ella y se había apoyado en ella en sus peores momentos.
¿Podría estar traicionándole? El coche se detuvo en una cafetería del centro de la ciudad, un lugar acogedor y exclusivo que John y Natalie habían visitado antes. Observó desde la distancia cómo ambos se sentaban en una mesa al aire libre, riendo y hablando como viejos amigos.
Pero había algo íntimo en la forma en que se inclinaban el uno hacia el otro. Natalie tocó el brazo del hombre, con una sonrisa suave y cálida. John sintió una oleada de náuseas. Le estaba engañando. No había otra explicación.
Apretó los puños, luchando contra el impulso de irrumpir y enfrentarse a ellos. Pero no, tenía que estar seguro. Tenía que pillarla in fraganti. Esa noche, cuando Natalie volvió a casa, actuó como si nada hubiera pasado.
Se mostró dulce y cariñosa, preguntándole por su día y compartiendo detalles sobre sus recados. Pero John no podía deshacerse de las imágenes de ella con el hombre del café. Cada palabra que decía le parecía mentira. Los días siguientes transcurrieron entre sospechas y paranoia.
Natalie seguía saliendo de casa, a veces durante horas, siempre con las mismas vagas excusas. John la siguió en varias ocasiones, observando cómo se reunía con el mismo hombre en diferentes lugares: un banco del parque, un restaurante tranquilo y el vestíbulo de un hotel.
Cada vez, sus interacciones parecían demasiado cercanas y familiares. La mente de John daba vueltas a las posibilidades. Tal vez ella estaba planeando dejarlo por este hombre. Tal vez llevaba meses viéndole, incluso antes del accidente. La idea era insoportable.
Una tarde, John decidió enfrentarse a ella, sutilmente, por supuesto. Él no quería dar la mano todavía. “Últimamente sales mucho”, le dijo con indiferencia mientras estaban sentados en el salón. Natalie levantó la vista de su teléfono, su expresión ilegible.
“Oh, sólo haciendo recados, quedando con amigos” ¿”Quedar con amigos”, preguntó él, enarcando una ceja. “¿Alguien que conozca? Ella sonrió, pero había un destello de pánico en sus ojos. “No, sólo viejos amigos del trabajo” John asintió, sus sospechas se hicieron más profundas, pero no dijo nada más. Necesitaba pruebas concretas antes de enfrentarse a ella.
Una noche, mientras ella se duchaba, aprovechó para echar un vistazo a su teléfono. Encontró una serie de mensajes cifrados del mismo número desconocido, y su corazón se aceleró. Justo cuando estaba a punto de hacer una captura de pantalla, oyó que se cerraba el grifo y colgó rápidamente el teléfono, sintiendo una mezcla de culpa y temor.
No podía deshacerse de la sensación de que ella ocultaba algo grande. Entonces llegó la noche en que todo cambió. Natalie se había acostado temprano, alegando que estaba agotada. John esperó hasta estar seguro de que estaba dormida antes de entrar sigilosamente en su estudio.
Nunca le había gustado invadir su intimidad, pero esta vez no tenía elección. Necesitaba saber qué ocultaba. Buscó en los cajones de su escritorio, revolviendo papeles, facturas y recibos.
Al principio, no había nada raro. Pero entonces encontró una cajita con llave escondida en el fondo del cajón. Su corazón latió con fuerza cuando forzó la cerradura y la abrió. Dentro había documentos legales. Al principio, parecían papeles normales, contratos y acuerdos, pero al hojearlos se le heló la sangre.
Eran documentos de transferencia de sus activos, sus propiedades y cuentas. Ella lo había puesto todo a su nombre. A John le temblaban las manos mientras seguía leyendo. Natalie se había estado preparando para quedarse con todo: su patrimonio, su negocio, incluso su casa.
¿Y el hombre con el que había quedado? Llevaba meses planeándolo, aprovechando su ceguera para hacerse con el control de su imperio. La traición era más profunda que cualquier aventura. John estaba sentado en la oscuridad del estudio, con la mente en blanco.
Ella le había mentido, le había engañado y se había aprovechado de su vulnerabilidad. Sin embargo, ella no tenía ni idea de que él podía ver ahora. Ella creía que él seguía en la oscuridad, ciego a sus maquinaciones. Cerró la caja y guardó todo en su sitio, con cuidado de no dejar ningún rastro de su descubrimiento.
Durante los días siguientes, fingió que todo era normal, interpretando el papel del marido ciego, ajeno a la traición que se estaba produciendo delante de sus narices. Pero por dentro, estaba planeando su próximo movimiento. Una semana después, Natalie bajó las escaleras con paso ligero, esperando otra mañana tranquila con John.
Pero lo que le esperaba no era la tranquila rutina habitual. En la mesa de la cocina, una gruesa pila de papeles contrastaba con las tazas de café y los platos. El corazón le dio un vuelco al reconocer el inconfundible formato legal: papeles de divorcio.
Sus ojos se abrieron de par en par y sus manos temblaron al cogerlos. Hojeó las páginas, con la mente en blanco y la respiración entrecortada. “John…”, susurró, con la voz entrecortada, apenas capaz de hablar. “¿Qué… es esto?”
Al otro lado de la habitación, John estaba sentado en la isla de la cocina, con las manos alrededor de una taza de café. Su rostro estaba tranquilo, su expresión ilegible. Siempre se le había dado bien ocultar sus emociones cuando hacía falta. Ahora, su quietud era desconcertante.
Bebió un sorbo despacio y la miró con fijeza. “Se acabó, Natalie”, dijo en voz baja pero con decisión. Cada palabra cayó como un golpe. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas mientras miraba los papeles con los dedos apretando los bordes.
“¿Por qué?”, se atragantó, con la voz apenas por encima de un susurro. “¿Qué he hecho? No lo entiendo” John se levantó despacio, el ruido de su silla contra el suelo sonó más fuerte en el silencio de la habitación. Caminó hacia ella con pasos medidos, el rostro sereno, pero había un trasfondo de algo más frío en su voz.
“Lo sé todo, Natalie” El corazón le latía con fuerza en el pecho. Parpadeó rápidamente, con la respiración entrecortada. “¿Todo?”, balbuceó, con la mente acelerada. ¿Sabía lo del abogado? ¿Sabía que había estado viendo a alguien en secreto?
Pero no era lo que él pensaba, no podía ser lo que él pensaba. Se acercó un paso más y la intensidad de sus ojos le hizo un nudo en la garganta. “El hombre con el que te has estado viendo”, continuó John, con voz baja y pausada.
“¿Con el que creí que me engañabas? No es tu amante” Los labios de Natalie se separaron y sus manos temblaron. “John, puedo explicarlo…”, empezó, pero él la interrumpió con un gesto. Las lágrimas en sus ojos fluían libremente ahora, su fachada cuidadosamente construida se desmoronaba.
“Es tu abogado”, dijo John, con voz más fría. “Y ha estado planeando quitarme todo. Mi empresa, mis cuentas, incluso esta casa. Has estado conspirando durante meses mientras yo confiaba en ti ciegamente, literalmente”
Natalie sintió que le flaqueaban las rodillas mientras lo miraba fijamente, con el pecho agitado por el pánico. Lo había subestimado. Había creído que podría salirse con la suya, que él nunca lo sabría. Pero ahora, la culpa era demasiado pesada para soportarla.
“John, no es lo que piensas… No quería que fuera así. I-” “Hace días que puedo ver”, dijo él en voz baja, cortándola de nuevo. Cada palabra se hundía en ella como una daga. “Y lo he visto todo”
Natalie palideció y la habitación giró a su alrededor mientras intentaba procesar lo que él acababa de decir. ¿Podía ver? ¿Había recuperado la vista? ¿Durante cuánto tiempo? Se tambaleó un poco y se agarró al respaldo de una silla para apoyarse, con la respiración entrecortada.
John la observaba, con el corazón en un puño. La había amado una vez; aún la amaba, en algún lugar profundo bajo las capas de traición y dolor. Pero ya no había vuelta atrás. La mujer que tenía delante no era aquella con la que se había casado hacía tantos años.
Ahora era una extraña, cuyos secretos eran más oscuros que cualquier aventura. Natalie lo miró con ojos suplicantes. “John, por favor, yo.. “No”, dijo él con firmeza, su voz firme pero definitiva. “Se acabó Las palabras flotaron en el aire y, por un momento, todo pareció detenerse.
Las lágrimas de Natalie fluían libremente ahora, su culpa y vergüenza escritas claramente en su rostro. Dejó caer los papeles del divorcio sobre la mesa, con el corazón destrozado a cada segundo que pasaba. Cuando John se dio la vuelta para salir de la cocina, Natalie le tendió la mano, con desesperación en la voz.
“Espera, por favor… ¡escúchame!” La voz de Natalie temblaba mientras se acercaba a él, con la desesperación arañándole la garganta. Pero John no se detuvo. Ya había oído suficientes excusas y promesas vacías. La puerta se cerró tras él, resonando en el silencio.
En ese momento, el mundo se sintió pesado a su alrededor, el peso de la traición cayendo como un maremoto, dejándola sin aliento y varada. De pie, sola en la cocina, Natalie apenas podía comprender la gravedad de sus actos.
Lo había perdido todo: el hombre al que una vez había amado incondicionalmente, la vida que habían construido juntos con tanto esfuerzo y la confianza que una vez los había unido tan estrechamente. Todo se le había escapado de las manos, gracias a su codicia y su engaño.
Cada elección que había hecho la había conducido hasta aquí, a este doloroso vacío que la envolvía como una niebla sofocante. El momento de egoísmo que le había parecido tan insignificante en aquel momento ahora se le antojaba más grande que la vida, un recuerdo atormentador de sus errores.
En el silencio resonante de la cocina, Natalie se sintió completamente sola, enfrentándose a la realidad de que había tirado por la borda todo lo que le importaba por unos deseos fugaces, dejándola con un vacío insaciable que la perseguiría para siempre.